El Museo de la Ciudad de México hospeda la muestra más completa hasta la fecha del talento polimorfo de Abel Quezada (1920-1991): tres y medio centenares de dibujos, cartones, caricaturas y pinturas, así como el debut en público del curioso mural “Petróleos Mexicanos”. La exposición -bien montada y ambientada por Alfonso Morales- me revive la admiración que me suscita este clásico y que expliqué ya alguna vez, sin límites de espacio.
Códice Abel Quezada lo confirma como un clásico, en efecto, y por las dos buenas razones que exigía Roland Barthes: le dice algo diferente a las mismas personas y le dice lo mismo a personas diferentes. Claro, parte de este mérito lo aporta la zarandeada Patria nuestra que, empeñada en serle tan fiel a sus defectos como indiferente a sus virtudes, le ha dispensado a Quezada la fecha de caducidad (en 1988 proyectaba un mural que se titularía “México saliendo de la crisis”…).
Visionario de lo inmediato, Quezada levantó una perdurable radiografía de nuestra nacionalidad tartamudeante. Una radiografía que arraiga, me parece, en la crítica de la singularidad mexicana que fraguó el canon de la primera mitad del siglo pasado: Jorge Cuesta y Samuel Ramos, Octavio Paz, Rofolfo Usigli y Jorge Portilla, y que el artista supo “traducir” a su periodismo, agregándole su desconcierto de norteño protestante, educado en la idea de la responsabilidad personal que habían atizado los años que pasó en los Estados Unidos.
Lo mejor de su humor son las chispas que salían de ese choque entre el norte y el centro; entre la democracia norteamericana y el dinosaurio revolucionario institucional; entre la ética del esfuerzo personal y el sometimiento al corporativismo; entre el liberalismo democrático y el nacionalismo autoritario; entre una mentalidad eficientista y el fatalismo paralizante. Un catálogo de "complejos" que sus cartones denunciaban escrupulosa y machaconamente: la malhechura, el machismo, el “ahí se va”, la imposibilidad de entender los horarios, la idiosincrasia como agresión, la simulación como estrategia, la incompetencia como táctica, la ilegalidad como recurso, el complejo de inferioridad como estigma y como bandera.
Una serie emblemática de cartones podría ser la triste saga de “Solovino”, el perro pulgoso que ansía salir del “laberinto de la soledad” por la eficiencia del -entonces- moderno anillo periférico. O aquellas que ilustraban la innata pericia para el desastre, como la serie El mexicano y el frac, que narraba cómo, durante uno de esos viajes a los que era propenso, el presidente Echeverría obligó a su comitiva de intelectuales a vestirse de gala. En el afán nacional de meterse a un frac -rentado- y acabar manchándolo de mole, se leía la síntesis del desfasamiento y el consecuente ridículo que, a fuerza de asumirse como lacra, terminaba como ostentación. Eran los años en que el patronímico mexicano comenzaba a utilizarse como insulto...
Para la generación de Quezada, la tarea posrevolucionaria de “analizar al mexicano” era ya inútil como ejercicio intelectual, pero adquiría un nuevo aire como combustible del humor. Si la revolución institucionalizada era una farsa, la sociedad que había gestado no lo era menos. En este sentido, Quezada fue un ruidoso vocal de la impaciencia social, del escepticismo ante la política, del entredicho de vivir la modernidad en un país en manos retardatarias. Formó así como su público a la primera generación de mexicanos que vivían a contrapelo, un público que lo convirtió en el gurú cotidiano de su desconcierto, en provedor de íconos (del gendarme mosqueado al ricachón infatuado) y de hablas (del “dedazo” al “tapado”) y que hizo de sus “textos ilustrados” -como los llamaba Quezada- el termómetro matutino del ánimo nacional.
¡Y las pinturas, las divertidas, melancólicas, sorprendentes pinturas…!
(Un clásico del siglo XX mexicano, Quezada y sus nuevos ricos que ostentan un diamante en la nariz, Quezada y sus teporochos-filósofos anteriores a la cirugía plástica que cambió a Mario Moreno Cantinflas, del que renegaron tanto los que lo vieron en cine blanco y negro; Quezada y la puesta en escena de sketches en los diarios, posteriores al Género Chico de María Conesa, Mimí Derba y otras divas de la posguerra. Nota del profesor universitario Guillermo Sheridan, tomada de El Universl.)
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