Un ex canciller de Colombia y ex embajador de ese país en la Argentina, Jaime Bermúdez, describió a fines del año pasado en Buenos Aires, ante un auditorio cerrado de políticos argentinos, los comienzos del narcotráfico en Colombia y en México. No habló de la Argentina. Bermúdez es un político y diplomático simpático y culto, que dejó en Buenos Aires decenas de amigos cuando volvió a Bogotá para hacerse cargo de las relaciones exteriores de su país.
Esta vez no trajo buenas noticias, aunque su intención no haya sido, seguramente, ser un mensajero de ingratas novedades. Lo cierto es que los argentinos que lo oyeron quedaron estupefactos: aquellos comienzos del flagelo del narcotráfico en México y Colombia se parecían demasiado a la situación actual de la Argentina. "Estaba narrando la Argentina de hoy", resumió un ex ministro de gobiernos radicales.
¿Qué dijo Bermúdez? Contó que esas tragedias nunca aparecen súbitamente en su dimensión final. Siempre hay antes señales inconfundibles: los cargamentos de drogas pasan de gramos a kilos y de kilos a toneladas; el consumo local crece exponencialmente, porque entre los adictos hay potenciales colaboradores; otros países empiezan a registrar que un país determinado se ha convertido en un exportador destacado de drogas; las fuerzas de seguridad son paralizadas por el temor o la corrupción; la política se muestra indiferente o cómplice, y comienzan a aparecer extraños cadáveres de personas ajusticiadas por sicarios. Primero, son pocos y aislados, destacó, pero el negocio es tan grande que termina convirtiendo a la muerte en un alud macabro.
La Argentina tiene dos problemas enormes. El primero es que su dirigencia política (con algunas pocas excepciones, sobre todo la de Elisa Carrió) no quiere hablar del conflicto que plantea el crecimiento del narcotráfico. Hay -¿cómo no?- complicidades, indiferencia e ignorancia. El segundo es que el país está, por el azar de la geografía y la política, en medio de una región productora y exportadora de drogas, donde, además, se han producido importantes cambios en los últimos tiempos en la represión del tráfico de estupefacientes. Nunca ninguno de los dos presidentes Kirchner, por ejemplo, mencionó ese conflicto en ningún discurso público ni se recuerda que hayan hablado de él en conversaciones privadas. Esa ausencia es coherente, según la lógica que indica que los problemas desaparecen cuando no se los nombra.
Hubo ya varias muertes en la Argentina, relacionadas con el narcotráfico desde aquella balacera que fulminó a dos colombianos en la cochera del shopping Unicenter. Esas muertes y también otras fueron ejecutadas por sicarios montados en motocicletas, que es la manera rápida y limpia como actúan los sicarios del narcotráfico. No queda un solo rastro; todo tiene la velocidad de la luz y la policía llega cuando todo pasó. Una vez, el jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, dijo que se estaba dramatizando la cuestión porque aquí se podían contar 15 o 20 muertes por el narcotráfico, mientras que en México hay entre 9000 y 10.000 muertes por año. La estadística puede ser cierta, aunque haya sido módico con los números argentinos, pero lo más notable es que los funcionarios kirchneristas se hayan quedado tranquilos con esas comparaciones. ¿Esperan que la situación se desmadre, como en México, para comenzar a tomar cartas en el asunto?
Brasil, Colombia y México han ejecutado en los últimos años políticas muy agresivas contra el narcotráfico. Muchas bandas de traficantes comenzaron a trasladarse a países más seguros para ellos. Los traficantes y los espías nunca se jubilan. "Siempre habrá alguien dispuesto a morir por 100 millones de dólares", dice, irónico y certero, un experto argentino. Sólo la muerte (o la cárcel, a veces), en efecto, aparta del negocio a los comerciantes de la drogas. La Argentina es un país seguro porque ellos no quieren ser vistos y aquí nadie quiere verlos.
La Argentina es un país de arribo y traslado de cocaína, como quedó claro en el reciente caso del avión cargado con una tonelada de esa droga, que aterrizó en Barcelona. La droga la habría proporcionado, según la investigación española, un importante cartel colombiano. Tampoco eso debería tranquilizar a nadie. México cumplió el mismo papel durante muchos años, porque el país azteca tiene, además, una puerta directa abierta con Estados Unidos, el mayor mercado de consumo del mundo. Pero sucedió que un día los delincuentes mexicanos se dieron cuenta de que el negocio podía ser de ellos. Decidieron dejar de hacer el trabajo menor de transportistas de la droga colombiana; formaron sus propios carteles y ahora rivalizan entre ellos por el grado de crueldad a la hora de torturar y matar.
No es cierto, tampoco, que la Argentina carezca de su propia producción. Ya se han encontrado laboratorios en la provincia de Buenos Aires (en Maschwitz, por ejemplo), pero esos hallazgos fueron muy pocos y aislados. La mejor prueba de que existe una producción argentina de cocaína es el extendido consumo del "paco". Es una droga letal, que destruye el cerebro de los consumidores antes de que llegue el Estado, hecha con los desechos de la producción industrial de cocaína. ¿Cómo podría ser tan barata (la llaman "la droga de los pobres") si fuera importada? Los más serios expertos argentinos están seguros de que se trata de los desperdicios de la cocaína que se fabrica en la Argentina. Esa deducción está hasta en la cabeza de empinados funcionarios kirchneristas, pero ellos, como su gobierno, prefieren no hablar nada en público y hacer menos en privado.
La proliferación de la droga, sea de producción nacional o importada, puede establecerse también por el consumo local. Según el último informe anual de las Naciones Unidas sobre consumo de drogas en el mundo, la Argentina es el mayor consumidor de cocaína en América latina y el segundo en América, sólo después de Estados Unidos. Un 2,6% de su población consume esa droga, mientras en Estados Unidos lo hace el 3%. El precio de la cocaína para el consumo personal en la Argentina, según informes oficiales, es muy barato: cuesta sólo entre el 10 y el 20 por ciento de lo que vale la misma droga en Europa o en los Estados Unidos. Una conclusión es factible: o se produce aquí o los traficantes no tienen que hacer muchos esfuerzos ni grandes inversiones para ingresarla al país.
¿Se puede llegar a esa situación sin la complicidad del Estado, de la política, de la policía y hasta de la Justicia? Ya se han hecho varias denuncias sobre campañas electorales financiadas por el narcotráfico. Nadie se dio por aludido. Un concejal formoseño, amigo cercano del gobernador Gildo Insfrán, fue descubierto con 700 kilos de cocaína en un campo de su propiedad. Formosa, Misiones, Corrientes y Chaco forman una región muy vulnerable, porque sus porosas fronteras limitan con Brasil y Paraguay, dos países con intenso tráfico de drogas. En el otro costado del norte argentino, Salta y Jujuy limitan con Bolivia y reciben la materia prima, la hoja de coca, o la droga ya elaborada desde el país vecino. Aquel informe de las Naciones Unidas daba cuenta de que Chile y Uruguay habían incrementado notablemente el decomiso de cocaína en los últimos años. Esa gestión del Estado fue mucho menor en la Argentina y Paraguay.
Desde hace años se sabe que hay cientos de pistas clandestinas de aterrizaje y despegue de aviones en el norte argentino, pero ningún estudio serio las contabilizó. La dirigencia nacional se enredó siempre en denuncias sobre corrupción cuando apareció un proyecto para instalar radares modernos y eficientes en el país y, sobre todo, en la región norte. Sería un desastre que más funcionarios se hicieran ricos mediante licitaciones para radarizar el espacio aéreo argentino, pero esa probable corrupción no debería frenar el intento, al menos, de controlar qué entra y qué sale del país.
La policía encuentra poco o nada aquí. En los aeropuertos de Europa, sobre todo de España, son frecuentes las revelaciones de "mulas" (transportadores de cocaína) que arriban en vuelos comerciales procedentes de la Argentina. El país tiene un solo aeropuerto con varios vuelos internacionales, Ezeiza, pero nadie ahí parece poder controlar nada. El avión privado que aterrizó en Barcelona se paseó aquí entre una base militar, la de Morón, y el aeropuerto de Ezeiza antes de partir, impune. La investigación española habría determinado que la droga se cargó en un aeródromo que forma parte de la base militar. ¿Corrupción? ¿Temor? No importa. Existen las dos cosas. Las dos tienen el mismo efecto: adormecer la reacción de un Estado ya dormido.
(¿Los cimientos de narcotráfico en Argentina iniciaron en la dinastía Kirchner, o datan de antes; los primeros pasos los dieron países circunvecinos que ya tienen años en el negocio o influyó la geografía para que haya ya lecturas de la presencia de un càncer que carcomió en el pasado a Colombia y en el presente estraga a México? Son preguntas inquietantes que plantea Joaquín Morales Solá en el diario argentino La Nación.)
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