Justo en la salida de la autopista a Rochester, Minnesota,
brinca suavemente la luz del crepúsculo en la hierba.
Y los ojos de esos dos ponis indios
se oscurecen con afabilidad.
Han salido gustosos de entre los sauces
para recibirnos a mi amigo y a mí.
Saltamos la alambrada hasta el prado
en el que han pastado todo el día, solos.
Se tensan, apenas refrenan su alegría
por nuestra llegada.
Se inclinan vergonzosos como cisnes húmedos. Se quieren.
No hay soledad como la suya.
De nuevo a sus anchas,
comienzan a ronzar los brotes primaverales en lo oscuro.
Quisiera abrazar a la más fina,
que ha venido a mi encuentro
y me ha acariciado la mano con su hocico.
Es negra y blanca,
le caen las crines sueltas por la frente,
y la leve brisa me invita a acariciar su larga oreja,
delicada como la piel en la muñeca de una muchacha.
De pronto me doy cuenta
de que si yo saliera de mi cuerpo
florecería.
(fuente: "el poeta ocasional", traductora: Natalia Carbajosa.)
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