El domingo pasado me enteré que él había muerto, cuatro meses antes de su cumpleaños número 92. Era alto como sus hermanos y tenía los ojos claros del padre. Una de las preocupaciones de su hermana, que lo asistió en el lecho de muerte, es que muriese con las piernas encogidas como cuando alguien se sienta en cuclillas, o con la boca o los ojos abiertos, como algunas figuras en lienzos religiosos. Y que ella batallase para extenderlo y así cupiera en la caja de madera, ante de cerrarla y velarlo. Pero no, el muerto fue dócil: encontró el descanso con los párpados y labios sellados. Así pudieron vestirlo con ropa nueva que tenían para la ocasión, antes de acordar con el resto de la familia el sitio donde sería velado.
Aunque sólo conoció el mar en documentales, con el último aliento exhaló una gaviota, un hipocampo y una sirena que tuvo varada un tiempo en el plexo solar. Un día antes los duraznos, granados, higueras y otros frutales ya exhibían los primeros brotes de este año; durante la agonía el pigmento de las pupilas acentuó el color de hojas de los cítricos, ciertos destellos del mar desconocido que crecía en las vías respiratorias hasta saturarlos de sal. El rumor marino, al golpear las costas, le impidió el paso de oxígeno, hasta que la tráquea fue vencida por un par de garfios. Apenas iniciaba febrero.
Antes de su fallecimiento se iba una y otra vez en el tobogán, desde donde lo empujaba Alzheimer, a un pasado en apariencia en el olvido. Entraba con pie derecho a los hornos en que se cocían el trigo y el centeno, revisaba las charolas, las acomodaba en la pala de madera y las colocaba amorosamente al fuego, a las brasas antes de rayar el día. Si alguna tanda se demoraba en esa boca alimentada previamente con leña de pino, mezquite o pencas de nopal, le contrariaba porque el retraso se traducía en más bocas hambrientas, en ayuno obligado, en el canto inquieto de gallos. Pero esa evocación accidentada era el preámbulo del fin.
Mis cálculos fallaron, como forastero que he sido desde chico: alguien dijo que fue un "hombre justo" porque agonizó y murió en cama. Cuando pregunté si descansaba en el camposanto al lado de sus padres y su hermano, me informaron que no, que el panteón viejo está saturado de restos olvidados, de gusanos que o ya murieron de inanición o ellos también se fueron a su "otro mundo". Que reposa en el cementerio nuevo -en realidad una ampliación del otro-, que no hubo modo de acomodarlo cerca de los ancestros. Pero que se procurarán en el más allá. Como soy escéptico por naturaleza hice oídos sordos a la afirmación sobre el ser "justo" que fue y sobre el reencuentro con sus padres. Pero para saber.
(fuente: muro de Uriel Martínez)
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