El palacio del cine
Hay algo de nupcial en ese olor
o racimo de bolas calcinadas
por una luz que se drapea
entre las dunas de las mejillas
el lechoso cairel de las ojeras
que festonean los volados
rumbo al olor del bao, al paraíso
del olor, que pringa
las pantallas donde las cintas
indiferentes rielan
guerras marinas y nupciales.
Los escozores de la franela
sobre el zapato de pájaro pinto
dan paso al anhelar o pegan toques
de luna creciente o frialdad
en el torcido respaldar
que disimula el brinco
tras un aro de fumo
y baban carreteles de goma
que dejan resbaloso el rayo
del mirador entretenido en otra cosa.
Aleve como la campanilla del lucero
el iluminador los despabila
y reparte polveras de esmirna
en el salitre de las botamangas
y en el rouge de las gasas
que destrenzan las bocas
esparciendo un cloqueo diminuto
de pez espada atrapado en la pecera
o de manatí vuelto sirena
para reconocerlos.
Pero apenas los prende de plata
se aja el rayón y los sonámbulos
encadenan a verjas de fierro
para recuperar la sombra o el remanso
del cuerpo derramado como yedra
las palanganas de esmerilo, el caucho
que flota en la redoma
donde se peinan, tallarinesco o anguiloso, el pubis
con un cedazo de humedad.
Y el sexo de las perras
arroja tarascones lascivos
a las tibias de los que acezan
hurtarse del lamé que lame el brin
de marinero que fumando
ve mirar la pantalla
donde los ojos pasan otra cinta
y entretenido en otro lado
mezclaba las patas a la ojera
carnosa, que acurrucada en el follaje
folla o despoja al pájaro de nombres
("medusario, muestra de poesía latinoamericana", fce, méxico, 1996)
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