Culatra
De regreso a la isla de Culatra, en Portugal,
en el breve trayecto en barco,
el pelo se le abría con el viento
como hojas de palma.
Toda la luz se oía
igual que el merodeo de las olas
dentro de él.
El vello de la nuca
era a la vez un camino de espigas delicado
y un resto primitivo de descendiente del mono.
Sus encías, todo frescura
y animalidad.
En un omóplato,
la rosa de una herida le brillaba
con un dolor agudo que viajase por dentro.
La vida de la tarde,
ese asentamiento que va muy poco a poco,
de fruta, de pescado, de sal,
que se deja querer,
pero que sobre todo mira
y en la contemplación
hace que encaje cada pieza del mundo,
era un color dorado y verde.
Las calles de Culatra
son de arena con base de cemento.
Ni siquiera dibujan
sino que siguen solas por debajo
de un pálido amarillo recorriendo la isla.
Algo no se ha movido
por que este movimiento siga.
Un eje dulce,
que cuando sacan sillas a la calle,
al remendar las redes,
al reponer las latas de la tienda
y preparar café bajo un chamizo blanco
se ha mantenido igual.
Cuando la muerte asome
todo estará en un ciclo que termina
y empieza,
como pausa hasta un salto,
como cara del sol para la sombra.
Cuando el amor apriete
su mandíbula tendrá también
el resto de las cosas
y el hilo de la gana
irá desde el calor de las esteras
a las pequeñas barcas desguazadas del puerto,
a las lenguas del mar y al calambre de peces
día sí y día sí.
(fuente: revista arquitrave en línea)
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