La crema hidratante que buscaba
la encontré esta mañana
en los entrepaños más discretos
de martes de carnaval.
Llegué a la tienda de luces
mercuriales que lo mismo iluminan
cualquier capilla ardiente
que una vitrina de maniquíes abandonados.
Entré con pie derecho
y firme a la sección antiedad,
ignoré el saludo del guardia
y cajeras de uniforme ámbar.
Me hinqué en el apartado
de astringentes y demás parafernalia
de champús para cabezas pelonas
y dermis cacarizas y pliegues irreversibles.
Al encontrar el envase
con la etiqueta azul
para piel devastada la cogí
sin percatarme en el monto.
Aquí la tengo conmigo,
en la mesa de noche oscura,
le aprecio el parpadeo de su mirada.
Afuera sopla un viento inclemente.
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