Ceremonia de los prometidos
La mañana en que morí fue el día en que nos casamos, Amor.
Cayendo del manzano de mi padre,
no fueron las miradas radiantes
de las flores rosadas y blancas
las que me mataron. Tampoco fue
por el brillo de sus miradas sin pestañear que perecí.
No fue su rayo el que me derribó,
resonó en mi cabeza como una campana.
Y no era la tierra.
Nunca culpes a la tierra.
Lo que llama la atención del ojo nunca es tan culpable
como el propio ojo.
Regresando a la vida
en el regazo de mi madre, escuché voces atónitas pululando
como abejas entre las ramas iluminadas por el sol,
susurrando: «Está despierto».
«Se había puesto azul, había dejado de respirar».
«Ahora, recordará que está comprometido».
«Ahora, sabrá los nombres de las cosas».
«Ahora, escribirá y leerá».
Esa fue la mañana del día
en que tú y yo nos casamos por primera vez.
¿Recuerdas cuando te propuse matrimonio
en la colina detrás de la casa de mis padres?
¿Recuerdas el anillo de papel
que te ofrecí, colocándolo en una balanza?
¿Y tu alegre aceptación,
colocando tu corazón infantil, tan ligero,
en la bandeja opuesta?
Y la repentina gravedad de tu corazón hundió esa bandeja.
Y el anillo se volvió de oro.
Amor, recuerdo
que después de nuestra ceremonia secreta en esa colina ventosa,
escuché mi nombre, y me volví y corrí
hacia los que me devolvieron la llamada,
hacia luces encendidas y voces que se congregaban
en una larga mesa puesta para una comida debajo de un árbol.
Volé hacia abajo, sabiendo
que desde siempre estuvimos destinados a encontrarnos.
("altazor", traducción de sara cantú)
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