"Hágase la luz": Witold
1.
En el principio está Gombrowicz. Es imposible no visualizar al escritor polaco radicado en Argentina como un actor que da cuenta del peronismo al iluminar literariamente a los jóvenes de cabellera negra, piel aceite-ladrillo, boca color tomate y dentadura deslumbrante. En gran parte de su obra, entre la que destacan su Diario argentino o Trasatlántico, sus personajes se desplazan en vagabundeo homosexual por la estación de trenes de Retiro y sus inmediaciones, el puerto y el barrio que están colmados en ese entonces por representantes de la Argentina del “interior”, los “cabecitas negras” sobre los cuales el peronismo arbitrara su discurso redentor. Gombrowicz compara a estos jóvenes obreros con las melodías de Mozart, a los mozos de los bares porteños con Rodolfo Valentino, alaba la belleza indígena de los muchachos santiagueños y se queja extasiado de que las espaldas desnudas, la cabeza rizada, negra, la mirada y la sonrisa de los efebos argentinos son el veneno que lo intoxican. En sus caminatas nocturnas por esos caminos, Gombrowicz o sus personajes vagan para hallar a la juventud masculina, lumpen, baja y bella en la cual Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares no encuentran ningún encanto y en la que para el escritor polaco se cifra el destino de la Argentina. Y así, evocando el 17 de Octubre Borges y Bioy Casares escriben el canto del gorilaje “La fiesta del Monstruo”, con sus multitudes de seres abyectos, pies planos, basura genética a la que se recoge en un camión y se la arroja a Plaza de Mayo. Gombrowicz: una galería de varones hermosos, trabajadores o lúmpenes, caldo de cultivo de una revolución si no son captados por el fascismo.
2.
Hasta tal punto los sucesos del ’45 son cruciales para el imaginario cultural homoerótico que el que es considerado el primer cuento gay argentino, “La narración de la historia” (1959), de Carlos Correas, relata el encuentro de un joven burgués y estudiante de derecho con un lumpen, morochito, santafesino de 17 años, con quien tiene relaciones sexuales en un baldío después de conocerlo en la calle. Más tarde, a pesar del éxtasis que supuso la relación amorosa, el burgués deja plantado al morochito motivado por un prejuicio de clase. Desde entonces, estudiantes o burgueses y cabecitas negras se acoplarán eróticamente con invariable suerte en la novelística gay argentina: en La boca de la ballena (1973), de Héctor Lastra un joven aristócrata se enamora y fantasea con un villero peronista pero no concreta sus fantasías y finalmente se hace violar por un linyera; en La invasión (1967), de Ricardo Piglia, el macizo y grandote Celaya somete sexualmente a un “morochito” débil consumido en una prisión, quizá como metáfora política de la represión ejercida contra el peronismo en los años que siguieron a la autodenominada Revolución Libertadora o como metáfora de la sumisión al jefe paternalista y demagógico. También, en cierta forma, en nombre del peronismo y de las consignas peronistas se acoplan sindicalistas, las bases, la JP en esa orgía de sexo, violencia y muerte que se relata en “El fiord” (1973), de Osvaldo Lamborghini. Se define como puto y peronista el Nene Brignone, que junto con su amante el Gaucho Dorda realizan el acto épico-heroico de quemar la plata en Plata quemada (1997), de Ricardo Piglia.
(Aunque usted no lo crea, en el artículo de Adrián Melo, "Los putos en la fuente", 17.X.2014, no se cita ninguna obra de Manuel Puig, autor muy anterior a la novelística y narrativa de Piglia.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario