sábado, 9 de mayo de 2020
Uriel Martínez (1950 )
librotea
Fase 3 (parte 4)
1.
Cuando un murciélago llega a una ventana un verano de noche calurosa, observa desde el lugar en que se posa a quienes duermen. La ventana está abierta; recorre los cuerpos de quienes duermen, trémulo, sin prisa y con mirada de conocedor. Cuando escoge el cuello descubierto de un inocente, se detiene en la vena cava superior, siempre latente, virgen, latente de vida. Y ataca.
2.
"Una delgada columna de sangre desciende desde una bolsa de polietileno hasta la vena mayor de mi mano. ¿Qué otro corazón la impulsaba antes, qué otro corazón más vigoroso y espléndido que el mío, lento y trémulo? Esta sangre que me reconforta es anónima, puede ser de cualquiera. Yo voy (o iba) y no quiero una deuda sospechada en todos los hombres. ¿Cuál es el nombre de mi dador? A ese solo y preciso hombre le debo agradecimiento. Sin embargo, la sangre que está entrando en mi cuerpo me corrige, Habla, sin retórica, de una fraternidad más vasta. Dice que viene de parte de todos, que la reciba como envío de la especie."
josé watanabe
el envío
3.
Son las 18 horas. Dentro de poco habrá oscurecido, gradualmente bajará la temperatura, conforme llega la noche y conforme sopla más viento. He cruzado el arco que inicia antes del amanecer y concluye pasadas las 22 horas. En ese trayecto de A a B preparé un vaso de naranja y agua, manzana y avena, que revueltos me dieron un brebaje de vitaminas para beberlo con seis obleas, cápsulas y grageas para inducirme a un martes menos gris, menos monótono, menos parecido a un último encierro, a un suspiro de felicidad. ¿Lo alcancé, llegué sin percatarme al nirvana, llegué a la meta, al fin de la cuarentena? No lo sé, soy distraído, abro ya un libro, ya otro; voy y vengo de la sala a la habitación principal, del cuarto de aseo a la recámara de los niños abandonados, del balcón a la cocina, del brocal del mundo a la planicie de nadie. La vida no termina aquí.
4.
Llevo cincuenta días de aislamiento en obediencia a la pandemia que en Guayaquil se cobró deudas pendientes que fui dejando a lo largo del camino. Cuerpos yertos en las calles, seres que abdicaron como árboles de corteza seca, de raíz estéril. Ataúdes de cartón improvisados ante el acelerado fenómeno letal; colchones y camas en llamas, huérfanos violentados por la realidad que los rebasó.
En mí, a dos meses de encierro, me rebasan los días transcurridos: medio sueño lo paso en el sofá de la sala y el otro medio en la cama; he perdido el punto medio de reposo; sin darme cabal cuenta he abandonado la disciplina del aseo diario, empiezo a parecerme a Simón del Desierto, sobre una columna llamo a la enfermedad, covid19. Sé que en la hora menos imaginada recobraré la zozobra. Nadie vendrá en mi auxilio.
Hago a un lado la lectura de 648 páginas, de las cuales he avanzado 181; retomo la lectura de José Watanabe, busco el poemario de Marcela Olavarrieta o de Rocío González, abro el poemario de Alfredo Fressia que guardo en el escritorio de la PC, busco un poema manuscrito olvidado en la libreta de bolsillo. Pero no hallo nada. No encuentro reposo, el punto medio de mi centro, la brújula de este mediodía. De pronto, en la distancia, veo a Hans Castorp y su expresión de asombro porque se ha enterado que padece tuberculosis, sabe que ya no podrá abandonar el hospital en donde se encuentra de visita; que su aislamiento, quizá, no tenga fin. El recuerdo me consuela.
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