domingo, 16 de febrero de 2020

Uriel Martínez(1950 )



                                                              foto de a. ortega neri

El frente frío 45



1.   Serían las 13 horas del sábado pasado que me percaté del reloj detenido, un reloj de pulsera de cuarzo. Yo había regresado a casa después de permanecer más de una hora en el café del centro de Dogville. Ya en casa, emparejé la hora con las manecillas de otro reloj de pulsera de cuarzo que tengo a la mano. Pero no caminó más; quizá la pila se había agotado, aunque tuve un presentimiento, dije pronto voy con el relojero.

2.    El domingo desperté aún oscura la madrugada. Por costumbre, encendí la lámpara para ver la hora en el reloj que tenía en el buró. Los números digitales habían desaparecido. Tuve otro presentimiento, la pila se habría acabado. También por hábito, me asomé a la calle: había cesado de llover esa madrugada, lo aprecié en el asfalto húmedo, acentuadamente oscuro.. Hice la maleta con los accesorios faltantes. La cerré y salí. Haría un viaje aproximado de dos horas la víspera de Nochebuena.

3    Iba en pos de conocer el destino de un hombre hospitalizado. A mediados de esa semana me enteré del enfermo grave, aunque no supe indagar la ciudad en donde se hallaba internado. Era un domingo infernalmente frío, la terminal de camiones,observé, estaba desacostumbradamente concurrida, los andenes sobre todo; los viajeros en movimiento permanente; el sol se abría paso lento entre nubes cerradas. La corrida que abordaría en dirección a Laguna Honda no aparecía. Después de informarme en la oficina correspondiente, anoté el número del camión. La chica despachadora no sabía cuál era el número. Finalmente apareció con una demora de quince minutos. Me trepé, el conductor revisó mi boleto y procuré un asiento del lado donde golpearía el sol. El lugar a ocupar es a discreción pues en el boleto no aparece el número de butacas disponibles. Corrí la cortina. A mi alrededor, pude apreciar, las pasajeras vestían prendas negras: abrigos, medias gruesas, zapatos o botas, guantes y anteojos, como si las esperara un sepelio.

4.    Por fin abandonamos la ciudad copada por el frente frío número 45, que seguiría estacionado la mayor parte de la siguiente semana, según los pronósticos. El sol nuevo y el baño caliente antes de abandonar la casa, me hicieron dormitar antes de llegar a la siguiente ciudad recientemente llovida. Así lo indicaban los charcos turbios y la tierra lodosa. Bajaron aproximadamente doce pasajeros en ese pueblo. De la bolsa de mano saqué una cema comprada el día anterior. Desprendí un trozo. Cuando al fin llegamos, después del mediodía, al pueblo a donde había venido a informarme del enfermo Valente, el conductor me entregó la maleta del equipajero. No le deseé feliz nochebuena, una convención sin sentido en este fin de mes.

5.    Llegué a la tienda de la esquina a proveerme de cigarrillos. Bruno, el tendero viejo conocido, trató de darme un abrazo de pésame, según supuse. Pero le cohibió mi probable rechazo. Me informó que Valente el hospitalizado había fallecido ese domingo, lo dedujo por las campanadas de duelo que escuchó cuando abría su negocio de abarrotes. Me despedí en seguida. Caminé en dirección a donde vivió y enfermó Valente. Cerca de la entrada a casa de sus suegros vi la capilla ardiente. Como era domingo al mediodía, había pocas visitas, apenas se estaría difundiendo la mala nueva del pueblo. Me seguí de largo. No sabía exactamente dónde me darían posada pues el hotel había cerrado hace tiempo por incosteable. Llegué a la casa de la cuñada del finado, la puerta estaba entornada. Grité el quién vive: me respondió el silencio. En la casa de al lado me dieron razón de ella. Encargué maleta y bolsa y fui a buscarla. A la cuñada del muerto la encontré deshecha en llanto -hay mujeres que lloran por casi nada, pensé que quizá es un alma pura o una actriz innata. Aunque había un sol radiante el frío no amainaba. La viuda y la hija estaban a tres pasos, cada una en su silla de ruedas. La hija tiene un halo de retrasada mental, las manos como de goma y la baba permanente, los dedos como quebrados o aquejados de artritis; las greñas ingobernables y sucias. Ahí, a un lado, la capilla ardiente, los cirios de luz eléctrica roja y los mazos de flores cuasi marchitas, como robadas del cementerio. Las manecillas del tiempo continuaron a paso indiferente e inconmovible el termómetro continuó su descenso. Me fui a dormir temprano, vencido por una tos de tuberculoso del siglo XIX. Pasaría la noche en un rincón del vecino que frisa el siglo de vida, me recomendaron me cuidara de arañas y alacranes que abundan en las construcciones añejas. Antes de perder conciencia un coro de grillos me arrastró a la nada, me fui al abismo sin noción alguna del tiempo ni la hora. La tos milenaria había cesado después de echarme encima cobijas y frazadas gruesas.

6.     Como un ejército de zombis a las 2:30 del lunes por la tarde parientes, deudos, conocidos y amigos se congregaron alrededor de la carroza que trasladaría a Valente primero a la iglesia y luego al cementerio. Laguna Honda se había quedado sin el principal animador de las piezas dramáticas de Aristófanes y Sófocles; de las milenarias pastorelas.  Aunque la iglesia estaba cerca, fui de los rezagados en seguir al coro de dolientes. La viuda y la hija tullidas se quedaron fuera de la procesión; la chica lloraba y Barbola, la viuda, tenía la mirada fría y lejana del maniquí abandonado en el relleno sanitario del pueblo. Entré en el templo ya iniciada la misa,donde busqué un espacio blanco entre los asistentes. Me acomodé cerca de un anciano con andadera y dos mujeres que seguían con atención las indicaciones del guión que dictaba el oficiante. Hubo pocos, en su mayoría mujeres, que acudieron a recibir la comunión. Terminada la fase de intercambio de saludos entre los asistentes y de impartir la bendición, cuatro empleados de la funeraria, empujaron el féretro sobre un módulo metálico de ruedas. Desde lejos observé el ataúd rodeado de máscaras típicas, no sé si del teatro griego o de un sainete local. Apacible, la comitiva de dolientes seguiría a la carroza fúnebre a pie. Otra vez me rezagué, yo no iría al cementerio. A qué ir hasta el hoyo donde sería sepultado, a qué, si Valente ya estaba frío. Regresaría al sitio donde pasé la noche y me prepararía un café. La segunda premonición se cumplió un día antes de año nuevo: murió una conocida de Laguna Honda, no conocida mía.




(Inédito)

1 comentario:

begoña isasi del villa dijo...

Me ha encantado, la naturalidad del protagonista y narrador parece I insensibilizado ante la desgracia y la muerte, tal vez es la única forma de afrontar la vida.