No sé si se nota. Los temas de Roberto Bolaño: la poesía como vocación irrefrenable, la indigencia del arte, la literatura subterránea, el cosmopolitismo, la urbe, el desarraigo, las vidas y obras apócrifas, la ideología de la dominación (nazismo). Los temas de Borges: la doble implicación (la ironía), el yo bidimensional, los libros apócrifos, la búsqueda de la trama perfecta, los relatos fantásticos, la eternidad, la enciclopedia, el palimpsesto como forma creativa, la síntesis, la lengua culterana, los paisajes de antípodas, las clasificaciones arbitrarias del mundo, Dante, Milton, Chesterton, la metafísica, el ensayo anticanónico. Los temas de Andrés Caicedo: el cine, el rock, la juventud, la adolescente iconoclastia, la música popular, la vocación temprana. Los temas de Alberto Fuguet: el cine, el periodismo cultural, los shopping mall. Los temas de Cabrera Infante: los instructivos, las matrices para armar, las variaciones dentro de las repeticiones, el cine, el guión, Lowry, John Ford, Hitchcock, Piñera, Casey, las mujeres, el sexo, las biografías noveladas, el dialecto cubano, La Habana. Los temas de RH Moreno Durán: la tiránica ginecocracia, la historia secreta de las élites colombianas, el experimentalismo, las vanguardias europeas, el cosmopolitismo, Musil, Döblin, Goethe, Camus, el boom, los cronistas de indias, la historia de Roma, la erudición. Los de Vargas Llosa: la técnica novelística, los fracasos de los movimientos sociales, la defensa del capitalismo, la vocación literaria, Flaubert, Onetti, García Márquez, el existencialismo, el compromiso intelectual, y el económico, el erotismo, el humor. Los temas de Octavio Paz: el surrealismo, la sinología (culturas de oriente), la depuración del lenguaje (esteticismo), la revaluación de la historia nacional de México, las falsas libertades democráticas, la crítica al desarrollo inconsciente capitalista, el erotismo, las modulaciones verbales, el ensayo lírico, su poesía. Los temas de Sartre: la fenomenología, el anarquismo, la equidad social, la culpa, la violencia, la ética científica, Genet, Flaubert, Baudelaire, la censura, la libertad del hombre, la razón, la ontología, la entelequia, la guerra, los guerreros, los civiles. Los temas de Cortázar: la irrupción de lo sobrenatural, el jazz, lo extraordinario, el amor, el artilugio semántico, el advenimiento del socialismo, la traducción, la ficción súbita, la diacronía narrativa, el exilio, la bohemia mística. Los temas de Aira: el artepurismo, el consumo, la aniquilación del sujeto, del ciudadano, el advenimiento del hombre que compra, etc., etc. Los temas de Bellatin: la relatividad de la autoridad literaria, la instalación multimediática, la muerte del narrador. Los temas de Vila-Matas: vanguardias literarias, la desaparición voluntaria, la perplejidad narrativa, las biografías apócrifas, los paisajes literarios, Joyce, Beckett, Kafka, Walser, Sterne, lo anómalo, la amistad intelectual, el secretismo, la vocación, el viaje, lo inaudito, el ensayo como pieza literaria, la bifurcación de los géneros, la rareza, la miscelánea, las falacias de la auto-referencia.
No sé si se nota: la diferencia entre un intelectual y un escritor.
Y entre un gran escritor y uno menor.
Los niveles de lectura.
Los sustratos.
Es teoría, por supuesto. Pero se puede aglutinar los temas y luego ir a ver en detalle las composiciones y discernir en motu propio.
Los temas de Sergio Pitol son no sólo los de su obra de ficción, sino también los de sus libros de memorias y, sobre todo, los temas de sus traducciones. Pitol ha traducido a un centenar de autores, entre los que se cuentan realistas socialistas, experimentalistas italianos y hermetistas centroeuropeos. A su vida, como a su obra, la ordenó el azar de los viajes, el dominio de las lenguas y los descubrimientos literarios. Sus libros de memorias afloran de descripciones de países, gentes y crónicas de libros. Son verdaderos catálogos de literatura contemporánea. Me dijeron que ya no hablaba, que era un cuerpo disminuido, un espectro del escritor que fue, una silueta en la penumbra de una biblioteca que ya no puede leer. Como Borges. Como Sábato. Como García Márquez. Me dijeron que estaba ensimismado, que tendía a repetirse, que en las presentaciones de sus obras y en los eventos en los que se le honra, ya no intervenía, pero olvidaron dar razones. Entonces, en un cafetín italiano de la colonia Condesa (Ciudad de México) él mismo me explicó por qué. Un inventario de amigos muertos que empezaba por su perro pastor ovejero y acababa con Monsiváis, fue toda la explicación. Su perro Sacho murió hace algunos años, en Xalapa, y la pena de aquella ausencia lo llevó a emprender el viaje otra vez. Sergio Pitol, agrimensor de paisajes, ha vivido en Varsovia, en Pekín, en Roma, en Barcelona, en Bristol, en Praga y ha ido a radicarse en Xalapa para sentar sus reales, como dicen allá.
Había ido a Xalapa para quedarse, y ahora tenía que reanudar en cualquier sitio para no recordar. Porque el recuerdo también tortura. Porque olvidamos para protegernos de la repetición. De repente, con los recuerdos indeseados, uno a uno se fueron borrando también los nueve idiomas que había adquirido, las nueve lenguas que le permitieron traducir al español a Chéjov, Andrzejewski, Lowry, Conrad, Firbank, James, Malera, Brandys, Ford Madox Ford. Algo estaba mal. Buscó la cura en Barcelona, la misma ciudad donde treinta años antes llegó sin un duro (y el único camino que halló para ganarse la vida fue ofrecer a las editoriales catalanas las traducciones espontáneas que había hecho de sus autores preferidos.) Allí los médicos le hicieron estudios, pruebas de sangre, escáneres cerebrales, y concluyeron que era una falla de presión, que su cerebro oxigenaba a medias. El diagnóstico indicaba depresión desconocida, pero no dieron remedios. Se fue a Japón, donde alguien le dijo que estaban los médicos más infalibles del mundo. Era verdad, pero si una de las peores cosas que hay en el mundo es estar en manos de un galeno incompetente, la otra es estar en manos de un genio científico japonés. Lo estudiaban como a un hámster de laboratorio. Pasaba todos los días por una revisión mecánica que incluía tac, resonancias y diálisis. Al final dieron con el lugar del daño y localizaron el problema, con exactitud japonesa, en un punto del cerebro al que no llegaba oxigenación.
Mientras lo dice, y se esfuerza, y busca las palabras correctas para urdir frase por frase, repaso la nomenclatura de las afasias y los problemas cerebrales relacionados con el lenguaje. Los estudios más aproximados fueron desarrollados por los doctores Broca y Wernicke, dos médicos que durante la guerra de Crimea aprovecharon la abundancia de heridos con metralla en el cráneo para desarrollar sus teorías de lesiones cerebrales. Ellos notaron que si la esquirla comprometía un área específica sobre la oreja del hemisferio izquierdo, se perdía el habla, y si la herida era más al sur, se perdía la comprensión. Las dos áreas se llaman desde entonces Broca y Wernicke, en honor a los observadores.
En Japón, los médicos situaron el daño en el habla, pero no en la comprensión. Podía leer, pero no traducir. Aun le quedaba la lengua materna para comunicarse, pero las nueve restantes se habían borrado. Todo lo sabían los médicos japoneses, menos devolver la memoria de los idiomas. No lo podían curar. Volvió a Xalapa. Se encerró. Frecuentó a un homeópata que le recomendó el Centro Internacional de Salud de la Pradera, en Cuba. Allí se sometió a terapias de ozono. Por las mañanas, en aquel remanso tropical, le extraían la sangre, la saturaban de ozono y volvían a inyectársela. En horas libres podía dedicarse a leer y a redactar un volumen más de su saga de catálogos, Autobiografía soterrada, en la que hace un contrapunto entre la enfermedad y la imaginación del escritor, entre la juventud y la edad provecta, entre la lozanía y el ocaso de las fuerzas.
En la entrada del 14 de mayo de 2003 puede leerse:
Anteayer, después de la primera sesión de ozono, experimenté una energía física y mental desde hace tiempo desconocida. Mi cuerpo se despojó de sus dolores y fatigas, sentí una inicial restauración. En la noche anoté algunos comentarios sobre el cuento, su estructura, su especificación como género. Si a algún autor me he acercado más es a Chejov; no sólo por su obra; su persona me produce un enorme respeto.
Y así continúa, con ese inconfundible punto de fuga en que el testimonio personal anclado a una anécdota se bifurca en una reflexión literaria, relato de viajes, reseña libresca, hasta lograr que la exhibición obscena del YO desaparezca. Ahora, mientras toma el último sorbo de un expreso de doble oscuridad, nos cuenta que por recomendación médica el remedio para su mal es la prohibición que se hace perentoriamente a otros cuerpos averiados: café y cigarrillos. Porque son vasodilatadores. Porque aumentan la presión arterial. Porque le ayudan a pensar.
Propone que vayamos a una librería: el Fondo de Cultura Económica, una bodega con doce toneladas de palabras para la venta. Al entrar, repasa los estantes rápidamente con la yema del dedo y avanza con la vitalidad de un adolescente. Le seguimos a la zaga, perplejos de su agilidad. Cuando encuentra el título buscado, lo extrae y nos lo ofrece. ¿Lo conocen? No. Su cabeza se mece de un lado a otro. Su mirada dice: Es cubano; es magnífico. Deben leerlo. Y así saca otro, y otro; después busca su propio nombre impreso. Es el libro que presentará en la noche Juan Villoro: Una Autobiografía Soterrada, y nos lo obsequia, deseándonos una biblioteca de anchuroso pecho. Ahora dice que vayamos a comer. Y vamos. Es ese restaurante con librería, a donde solía ir Monsiváis, en el corazón de la colonia Condesa: El Péndulo. La carta ostenta más de treinta platos, y cada plato tiene un nombre de autor. Hay ensalada Neruda (lechugas, pollo y vinagreta). Hay pechuga Michel Foucault (rellenas de queso y espinaca con crema). Hay chuletas Flaubert, y enchiladas Monsiváis. Por el rito, por curiosidad, porque es una distinción que hay que merecer (convertirse en el nombre de un plato) pido enchiladas en salsa roja, a la Monsiváis; pero el mesero dice que no, que al desayuno solamente, que ya no hay. Él se ríe. Pide Fetuccini. Mi dama pide ensalada Neruda. Me conformo con una categoría mental de Foucault. Cuando traen el vino, le digo que sus traducciones y libros de viajes constituyen la guía de lecturas de una generación, entre la cual me cuento. Dice que aun tiene más de treinta traducciones que siguen sin publicarse, porque ni Anagrama ni Tusquets ni Seix Barral ni Joaquin Mortiz ni Era pudieron obtener los derechos. Le pregunto entonces por un autor caro a nuestra formación, Gombrowicz, si acaso lo conoció. Dice que no, que se cartearon para la traducción de Ferdydurke, pero que Gombrowicz murió pobre en un pueblo de Francia, antes de que pudiera agradecerle debidamente, porque a través de su diario se le reveló la obra de Andrzejewski y de muchos escritores deslumbrantes polacos y eslavos que le enseñaron a pensar, a sentir, pero sobretodo, a observar. Gombrowicz fue a la vez su guía de lecturas. Pienso en esa cadena de escritores que conducen a escritores. Pienso en esa Internacional del Espíritu con la que fantaseaba Gombrowicz. Pienso en Tríptico de la memoria, donde a través de viajes y notas de diarios se van entretejiendo las obras de los autores que más impactaron a Pitol y que decidieron su propio camino, su voz, los libros que quiso. Al comienzo de El arte de la fuga, Pitol narra sus inicios de escritor joven en Ciudad de México. Habla de su amistad con Monsiváis y de la pasión compulsiva por comprar libros a raudales en la calle de Donceles. Le pregunto si aún existen esas librerías. Asiente, con espléndida sonrisa. No todas, pero sí. Le pregunto entonces por Monsiváis. Le pregunto si alcanzó a despedirse de su amigo muerto. Apura un sorbo de vino y niega con la cabeza. Frunce el ceño, se pone sombrío. Toma otro sorbo. Hace tintinear un cubierto con los dedos. Cambia de lugar el salero. Me mira. Mira a mi dama. Parece turbado. Pero busca las palabras correctas, y continúa. Lo vio cuatro días antes de morir. Monsiváis estaba en la clínica, con cables que se perdían en sus venas y un tubo enorme que se perdía en la cavidad de su boca. Estaba sentado, porque no podía respirar de otra forma. Ya no reconocía rostros. Fue solo una contemplación. Pitol salió del hospital con la misma sensación de desamparo e impotencia que tuvo cuando perdió los idiomas, cuando vio morir a su pastor ovejero, cuando quedó en la orfandad a los cuatro años, paralizado frente al cadáver de una madre ahogada. “Toda mi vida no había sido sino una perpetua fuga del terror vislumbrado en mis cuatro años”. Después de la comida, llega el café. No sé si hice mal en preguntarlo. ¿Hasta dónde tenemos derecho a hurgar en los recuerdos ajenos para fijar los propios? Una pregunta de tal indiscreción daña cualquier cena. Estoy distraído. Me sudan las manos. No puedo quedarme quieto. Tomo el salero y endulzo mi taza. Pitol ríe. Mi dama ríe. Me siento imbécil. Y tal vez lo soy.
Ciudad de México, 6 de marzo de 2011
(me dice Luis Arturo Ramos, novelista y cuentista veracruzano, que hay un arco entre la imagen y la palabra de Pitol que no puede transitarse; es decir, que al verlo lo identifica como el amigo viejo conocido y el lenguaje que permite designarlo e interrogarlo: cómo has estado, cuándo llegaste, etc., no lo articula rápidamente. Crónica de Stanislaus Bohr reproducida de la revista on line Hermano Cerdo.)
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