Hace un mes decidí retomar la actividad física para bajar unos kilos, sobre todo lo que todavía no sé si es una panza cervecera o una panza por efecto de las lipodistrofias. En uno de los gimnasios, no el más económico pero el más cercano y con pileta de natación, me ofrecieron un pase libre por una semana, para lo cual debía presentar un certificado médico. Me dieron dos opciones: llevar uno por mi cuenta o hacerlo en el consultorio del gimnasio por la suma 80 pesos. Para ahorrar, esperé unos días y fui al hospital a pedírselo a mi médico. Cumplimentado el requisito, aproveché el pase libre y evalué las instalaciones, sobre todo la pileta de natación. Esa semana fui a nadar tres veces. El gimnasio me gustó y me inscribí con la modalidad, más económica, de engancharme por 12 meses que serían debitados automáticamente de la tarjeta de crédito: no había vuelta atrás.
Dos días después de la inscripción recibí un llamado telefónico de la empleada del gimnasio con la que había realizado el trámite. “Buen día, Pablo. Tengo una noticia mala y una buena. La mala es que perdimos el certificado médico que nos trajiste; la buena es que te ofrecemos que hagas uno acá, sin cargo.” Entré en un delirio paranoico, pensé que me habían investigado y que habían dado con estas columnas del Soy, donde abiertamente digo que soy portador de VIH y de hepatitis B y C. Ofuscado, busqué mi grabador de periodista para registrar la consulta médica y presentarme con la eventual prueba de discriminación en el Inadi.
“¿Estás tomando alguna medicación?”En estas situaciones no sé mentir, nunca sé cuáles son los alcances del secreto médico, ni si tal secreto me exime de contestar al pie de la letra. “Tomo medicación antirretroviral, soy portador de VIH.” “Entonces te voy a pedir que me traigas los últimos análisis de sangre. ¿Recordás cuál es tu carga viral?” “¿Y qué tiene que ver la carga viral?”, pregunté. “Es que si te lastimaras...” En ese momento me di cuenta de que me había olvidado de encender el grabador. Me levanté, lo busqué y lo encendí, pensando que el médico podía suponer que se trataba de un teléfono celular. No obstante, la maniobra fue evidente. “No, no me acuerdo”, le dije. Antes de irme, mientras me vestía le pregunté si les pedía análisis de sangre a todos . “Por supuesto –dijo–. Te doy un ‘apto físico’ condicional, hasta que me traigas los análisis de sangre.” Enseguida noté en su cara que se había arrepentido: “Pero si me traés el certificado de tu médico, que ya te conoce, con eso alcanza”.
(crónica de Pablo Pérez tomada del suplemento ´Soy´ del diario argentino Página 12.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario