El taller blanco
El horno, que todo lo apura, rojea en su fragua espoleando a quienes trabajan. Los panes, una vez amasados, son cubiertos con un lienzo y dispuestos en largos estantes como peces dormidos, hasta que alcanzan el punto en que deben hornearse. ¿Cuántas veces, al guardar el primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido que lo cubro yo con un lienzo para decidir más tarde su suerte? Y nada he dicho de aquellos jornaleros, serenos y graves, encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre. ¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pintar la humana pureza con otro rostro? Cristo podía convertir las piedras en panes, por eso estuvo más cerca de la carpintería, ese hermoso taller de distinto color. Para estos hombres, que no me hablaron nunca de religión, Cristo estaba en la humildad de la harina y en la rojez del fuego que a medianoche comenzaba a arder.
(cuando pasabas cerca de la panadería, además de inhalar hondo, veías a los panaderos que cargaban los costales de harina de la Chevrolet al negocio, algunos o todos con las pestañas teñidas del color de la misma, con un manto colocado entre el hombro y la cabeza, con uno o dos costales encimados apachurrando la oreja. En aquél pueblo había panaderos blancos, de ascendencia española, pero había también prietos y panzones y feos. Como cualquiera de nosotros. Fragmento tomado de Geometría de las horas, una lección antológica, Eugenio Montejo, sel., prólogo y notas de A.C., ed. U.V., Xalapa, Ver., México, 2006, col. Ficción.)
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