jueves, 25 de agosto de 2011

BUCARELI NO ESTÁ EN TORREÓN

Distrito Federal— Los dueños del futbol mexicano, ante sus tribulaciones en Torreón, debieran acudir en busca de consejo a esos penetrantes teóricos de la ciencia política que son Carlos Salinas de Gortari y Enrique Peña Nieto. El primero es autor y el segundo repetidor de esa fórmula mágica para esclarecer situaciones confusas: no se hagan bolas. Respetar ese sabio consejo pondría paz en las canchas de futbol y en Bucareli, donde igualmente priva la confusión.

Alarmados por la balacera del sábado al anochecer en la metrópoli lagunera –que por fortuna no privó de la vida a nadie, ni originó un tumulto que hubiera tenido saldo mortal–, los dueños del futbol demandaron al Gobierno federal una solución que, de aplicarse tal como lo barruntaron, no sólo no resolvería el problema planteado la semana pasada, sino que probablemente generaría otros más.
Los potentados del balompié mexicano quieren que se incremente o se instale la presencia de fuerzas federales fuera de los estadios. No tienen en cuenta que precisamente la presencia policial en las inmediaciones del estadio Corona fue la chispa que prendió un fuego que por ventura fue fugaz e inocuo, si bien generó pavor entre los jugadores y el público en general. Según ha expuesto el jefe de la policía torreonense, Adelaido Flores, el ataque fue fortuito, resultado del encuentro casual de una patrulla municipal y un convoy de tres vehículos en que viajaba gente armada. No se pretendió agredir al estadio, ni al jefe policiaco, como irresponsablemente espetó el subsecretario de Gobernación Juan Marcos Gutiérrez.
De no haber estado allí la patrulla municipal no se habría producido el enfrentamiento, provocado por la insolencia criminal, que se pasea por la comarca lagunera sin temor alguno. El patrullaje policial debe abarcar la ciudad entera, sin desatender el foco de eventual conflicto que puede resultar de la aglomeración en torno del futbol. Pero disponer que la policía, cualquiera que sea, se estacione a unos metros del estadio respectivo, no sólo implica que se privatice un servicio público, en beneficio del comercio futbolístico, sino que significa colocar un blanco fijo ante tiradores de cualquier calaña.
De atender el Gobierno federal el pedido de los cresos de la patada –como parece que ya lo hicieron el martes en Monterrey, donde fuerzas militares infundieron confianza en los espectadores– tendrían que hacerlo también en las inmediaciones de los foros donde se tocan conciertos musicales y se reúnen multitudes, y aun a las afueras de los cines y los teatros, o los centros comerciales que tanta gente atraen, o los establecimientos escolares de asistencia masiva. La experiencia de la vigilancia bancaria debería ser útil para enfocar la nueva situación: los gobiernos estatales o municipales no tienen por qué concentrar sus fuerzas de seguridad en las sucursales bancarias. Dentro de esos lugares, y también en el entorno inmediato, los bancos cuidan y pagan la seguridad de sus clientes. Lo cual, por supuesto, no exime a las autoridades de garantizar la seguridad de las personas y sus bienes en la vía pública en general. El pingüe negocio futbolero debe incluir entre sus costos la seguridad de su clientela, pero no trasladar la responsabilidad y el importe respectivo a las autoridades que apenas se dan abasto para medio ejercer vigilancia en bien de los ciudadanos en general.
Salvo que el presidente del PRI Humberto Moreira imagine o sepa que el ataque provocador del sábado es parte de la campaña propagandística en su contra, y lo denuncie específicamente, lo ocurrido en Torreón es parte de la ingobernabilidad suscitada por la frivolidad y la codicia del gobernador con licencia. Con sobrada razón, ahora se mira detenidamente el descomunal endeudamiento en que incurrió Moreira, y en los dolosos modos de acumular esa deuda, que acaso sirvió a los coahuilenses como se argumenta, pero no deja de ser ilegal y por lo tanto punible. Poco antes se reparó, no con la atención necesaria, en los manejos pecuniarios de Vicente Chaires, un ayudante adosado a Moreira durante quince años. Tanta ha sido la proximidad profesional entre ambos que es difícil aceptar que el gobernador ignoraba los pasos de su asistente cercano.
Esos relevantes episodios no han velado por completo el principal reproche que gran parte de la sociedad coahuilense enderezó contra Moreira desde los tiempos en que su auge político era únicamente local. La inseguridad se extendió por todo el estado con sus diversas manifestaciones.
La muerte violenta y los varios tipos de privación ilegal de la libertad han afectado a cientos de familias. No ha sido suficiente la coartada de los gobernantes estatales, de que la persecución de los principales y más frecuentes delitos corresponde al fuero federal. Fondos destinados a las policías municipales, otro flanco débil en este fenómeno, fueron regateados por el Gobierno estatal, o se atoraron en sus arcas durante un tiempo. Lo denunciaron varios alcaldes, entre ellos Eduardo Olmos, priísta como Moreira, que pronto lo pensó mejor y se retractó. Es de esperar que no haga lo mismo respecto del telefonema a Facundo Rosas, comisionado de la Policía Federal. Lo llamó al comienzo de la semana pasada para solicitarle ayuda ante un inusual activismo de bandas locales, que la policía a sus órdenes no estaba en capacidad de contener. Rosas ni siquiera acusó recibo, no obstante que el alcalde Olmos dejó recado con el secretario particular del omiso funcionario federal.


(nota editorial de M. Ángel Granados Chapa toma del Diario de Juárez.)



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