Ernesto Sabato, a principios de los 60, era considerado más importante que Borges. Veinte años después, su prestigio tuvo un eclipse. De la noche a la mañana fue acordado que escribía mal, era melodramático, lleno de grandes palabras pero en definitiva con poco que decir. Ernesto Sótano, lo rebautizó alguien. Ni siquiera tenía el costado lúdico que salvaba a Cortázar, a quien se cuestionaba por razones parecidas. Y encima su imagen como luchador por los derechos humanos apareció cuestionada: ¡había almorzado con Videla! Que en ese almuerzo haya pedido gracia para Haroldo Conti, entonces desaparecido, no contó. Los más jóvenes lo siguieron queriendo; para la crítica y las generaciones sucesivas de escritores, no existió. ¿Cómo juzgarlo ahora? Como intelectual, creo que quien más se acercó a medirlo fue César Aira, quien señaló que Sabato era un hombre de un "robusto sentido común" que eligió presentarse como un torturado. Sus entrevistas y artículos, según pasan los años, lo muestran justo así: a favor de la siderurgia cuando el gobierno de Frondizi propugnaba la industralización, a favor de la lectura, a favor de la ecología, en contra de la tortura, a favor de los Beatles, a favor de la comida sana. Y al mismo tiempo, prediciendo el fin del mundo. Era un hombre de opiniones anodinas que quería ser Sartre. Yo arriesgaría que, sin ese empeño, su estatura como novelista aparecería mucho más impresionante. El túnel retrata a cierto tipo de obsesivo como nadie más lo ha hecho. Busque el lector la escena en la que Castel tortura a su amante exigiéndole que defina con exactitud lo que significa "te quiero". O esa otra en la que intenta razonar con un empleado de correos que se niega a devolverle la carta que acaba de despachar. O busque, en Sobre héroes y tumbas, los relatos de Alejandra sobre su propia adolescencia. O los diálogos entre Alejandra y Martín. Cuando Sabato escribía sobre lo que le interesaba visceralmente, era inolvidable. Sospecho que lo impresionaba demasiado la literatura: en todos sus libros hay un núcleo de narración verdadera, sentida, arropada en Gran Literatura de cartón piedra, como si creyera que sólo disfrazándolas de Thomas Mann o de editorial de Les Temps modernes o de Dostoievski sus obsesiones podían tener validez. Tampoco estaba solo: con pocas excepciones, toda la literatura argentina está escrita para agradar a algún fantasma tutelar. Pero ésa es otra historia.
(nota de Gonzalo Garcés, suplemento Muro de Cultura, diario la Tercera, chileno.)
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