-“¿Qué dices? ¿Pero eso se chupa?”.
Jamás olvidaré la cara glotona de mi prima Lucía cuando me aclaró hace ya 25 años qué era aquello que las chicas mayores de mi colegio alardeaban de chupar mejor que nadie a sus novios y a los novios de sus amigas (imagino que esto último era de broma...).
-“Pues sí, se chupa, y te van a pedir mucho que la chupes cuando seas mayor, así es que vete quitándote esa cara de asco, que no es tan malo. Si al final te gustará y todo, te lo digo yo, que tienes cara de viciosilla, Pandora”.
Y razón tenía: me lo pidieron (me lo piden) y acabó gustándome. Aunque nunca me creí aquella excusa con la que intentaban convencerme los adolescentes salidos de mi época:
-“Pandora, ¿sabes que si me la chupas te crecen las tetas?”.
Hace unas semanas recibí un correo de una lectora pidiéndome que dedicara un post a explicar cómo se hace una felación porque su novio se lo pide mucho, pero a ella, entre que eso no le agrada demasiado y que no ha encontrado mucha literatura explícita sobre el tema, le da pánico hacerle daño en tan delicada parte de su anatomía…
Tranquila, mujer, no serías ni la primera ni la última que le pega a su novio un cariñoso bocao en la polla. Aunque el reflejo de mamar está en la esencia de los seres humanos, no es exactamente igual y nadie nace enseñada.
Yo misma, al primero que me la puso por delante, no sabiendo muy bien qué hacer, le apliqué mis labios alrededor sin la precaución de esconder los dientes, y creo que la sensación de tener incisivos, caninos, colmillos y premolares arañando suavemente su prepucio no le resultó todo lo deliciosa que yo imaginaba.
Desde luego, con el tiempo y la práctica mejoré mi técnica y no he vuelto a arañar a nadie ni a asfixiarme con su pene, a pegarle tirones como si fuera una palanca de cambios, a estrujarlo, retorcerlo, doblarlo o pellizcarlo en plena erección, pero no cejo en mi empeño de ser yo quien controle hasta dónde y durante cuánto tiempo quiero tenerlo dentro de mi boca. Aviso para navegantes: a estas alturas de mi vida sé perfectamente qué es un pene y qué hay que hacer con él. Si alguien quiere hacerme una indicación, que me lo diga, pero que no me cojan la cabeza como si estuvieran masturbándose metiéndola en un melón; yo tengo orejas, y no son para agarrarse a ellas: son para escuchar peticiones, gemidos y alabanzas.
Recuerdo a aquel tipo con el que salí un par de meses, que tenía la mala costumbre de emular a sus actores porno preferidos agarrándome del pelo para “guiarme” y “sostenerme” durante la felación. Un día me guió tan hondo, pese a mis protestas, que acabé vomitándole su cena romántica en los pies. Nunca más volvió sujetarme la cabeza.
No tengo problemas con las felaciones, me encantan. Si el pene es bonito y está bien presentado (la arboleda un poquito podada, bien regado y limpio el césped y la fragancia no es añeja), no seré yo quien le diga que no a llenarme la boca, acariciar y lamer el instrumento.
Pero no tengo una técnica infalible, ni depurada, ni un esquema que seguir: yo felo por instinto. Aunque ahora que lo pienso, sí creo que primero mando a la lengua a hacer una inspección de sensibilidad y cuando detecto los gemidos más sinceros y más profundos, me empleo a fondo en la tarea. Supongo que depende de cada momento y persona, de lo que intuya que necesita el otro, cómo sea el ritmo que haya que imprimir, la presión y las caricias.
Lo suyo es lamer de arriba a abajo y de abajo a arriba, dar chupetones pequeñitos en la punta, jugar con la lengua cuando ya lo tienes dentro de la boca y combinar todas estas técnicas con un ritmo cadencioso de masturbación manual y masaje testicular.
Hace poco cayó en mis manos un ejemplar de un libro de relatos eróticos titulado Las hembras del cimarrón (Pez de Plata), en el que Marco Lúbrico, el autor (un misógino de órdago), hace una clasificación de las mujeres entre “simples lamedoras de compromiso” (las que no chupan); “chupinas”, (las que chupan pero dejan derramarse el semen) y “chupinas tragonas” (las que disfrutan al engullirlo).
Cada una que se atribuya el calificativo que le corresponda, pero yo hace tiempo que decidí que, aunque sea de un señor que tengo conocido, el semen no me lo trago. Fundamentalmente porque yo ya no hago felaciones sin condón.
No siempre fue así, lo confieso, pero hace muchos años conocí a una chica que pilló una espantosa infección bucofaríngea por hacer catas de miembros sin protección a personajes de dudosa trayectoria y no seré yo quien pase por esa experiencia. Que para eso se inventaron los condones de sabores, imagino, porque desde luego las papilas gustativas no están en la vagina, que yo sepa…
Sobre todo si el señor al que pertenece el pene lo acabamos de conocer. Si es un amante, un novio, un follamigo de toda la vida… Pues va a depender de la confianza en la vida íntima del otro. Aunque, fijaos por ejemplo en el asunto de Rafa, tanto con que parecía el hombre perfecto, y mira tú que llevo una semana preguntándome si aquel pene bisexual habrá penetrado muchos anos… Aunque casi prefiero no saberlo.
("Felaciones para principiantes", de Pandora Rebato, se tomó el blog 'la cama de pandora', del diario El Mundo.)
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