1975
Ahora purgas tus pecados, ciudad orgullosa como el Sol que no condescendiste a mirar a quienes pagaban tu fugaz esplendor. Ahora tus víctimas te llenan y te roen las entrañas.
Llegó la hora de no sé dónde y el sálvese quien pueda. Llegó la hora de la muerte en cada esquina.
Multitudes de sangre acabarán contigo, ciudad mía. Y yo que te pertenezco y he sido cómplice en tus culpas te prometo que he de hundirme contigo.
Lobos
Pronto no quedará un lobo en la Tierra.
Muertos con balas de expansión o envenenados, sus cadáveres se pudren bajo la nieve o yacen en lo más hondo del bosque.
No los compadezcas, dicen algunos. Se ganaron a pulso el exterminio. Son enemigos de los rebaños, no temen al hombre y han devorado niños de brazos.
Todo esto y más es cierto, pero no menos cierto es que si el lobo actuó así fue porque lo obligamos a esta conducta.
Y en su descargo hay que ponerle un epitafio: vindicó la raza de los perros, prefirió el riesgo a la domesticidad, creyó en el deber de rebeldía y no aceptó jamás la servidumbre.
(textos tomados del semanario Proceso, sección Inventario de José Emilio Pacheco, número 1791, 27 de febrero 2011.)
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