Siete largometrajes de ficción bastaron para que el director ruso Andréi Tarkovski (1932-1986) se erigiera como un mito y una descomunal figura dentro de los parámetros del cine de expresión subjetiva y artística del último tercio del siglo XX.
La infancia de Iván (1961), Andréi Rublev (1966), Solaris (1972), El espejo (1974), Stalker (1979), Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986) son películas que resuenan con contundencia e influencia en las paredes interiores de los cerebros de las vanguardias cinéfilas de todo el mundo. Se trata de una filmografía tan escueta como percutante, que no pudo ser ampliada tanto por el altísimo nivel de autoexigencia de su creador como, durante décadas, por la hostilidad de las autoridades soviéticas, que castigaban con la censura y con las negativas a financiar sus proyectos a un cineasta doble y coherentemente disidente: en lo político, como ciudadano, y en lo creativo, como artista. El exilio, en el último tramo de su vida, y su prematura muerte contribuyeron a magnificar su ya de por sí estatura, compatible con el desigual resultado de sus películas, siempre impulsadas por una irrenunciable ambición de excelencia llevada al extremo.
Todo en Tarkovski fue agonía, lucha interior y lucha contra los elementos externos. El componente espiritual y, puntualmente, religioso de la personalidad y del cine de Tarkovski determinaron la represión de su actividad como cineasta por la burocracia política comunista. Después de su muerte, Tarkovski -unamuniano sin saberlo, dostoievskiano confeso-, ha sido, en cierta manera, patrimonializado por la crítica y los historiadores del cine de inspiración cristiana, por lo que no es de extrañar que Martirologio -el título es significativo- sea un libro publicado en España por la editorial católica Sígueme, que ya editó, en 2006, Andréi Rubliov. El guión literario, y que, en 2009, dio a conocer en castellano el proyecto no realizado de otro grande del cine, el Jesús de Nazaret, del director danés Carl Theodor Dreyer. Se repite, en otro contexto, el fenómeno ocurrido en los años 50 y 60, cuando intelectuales católicos -más o menos ortodoxos- impulsaban la difusión en nuestro país, a través de festivales -Valladolid, a la cabeza- y publicaciones, la obra de grandes cineastas como Bergman, Fellini, Bresson, Rossellini o el propio Dreyer, en los que siempre aleteó la influencia del cristianismo y las preguntas sobre la relación entre un Dios entrevisto y el hombre, unidas, por supuesto, a una obra de gran relieve artístico en tiempos en los que el cine dejaba de preocuparse de las cuestiones espirituales o se entregaba -como en España- a la ejecución de inanes y ramplonas estampas hagiográficas y piadosas.
Martirologio reúne lo que su subtítulo indica: los diarios de Andréi Tarkovski entre 1970 y 1986. La angustia y la lucha -personal, creativa, espiritual- son el emulsionante y la agobiante atmósfera y letra de cada día sobre las que Tarkovski va dando cuenta minuciosa de sus proyectos, de sus cuitas más íntimas, de sus lecturas, de sus contactos, de su pelea por sacar adelante sus películas, de sus enfermedades, de sus juicios sobre sus lecturas y sobre las películas de sus colegas, de sus inquietudes físicas, políticas, profesionales y metafísicas.
Siendo grande el artista, el libro, por su valor testimonial y por sus opiniones, es interesantísimo como cuaderno de bitácora que se ofrece para un mejor conocimiento de la vida y de la obra de un cineasta excepcional. El dolor, la contrariedad y la dificultad son las constantes de una larga peripecia acechada y sangrante, entre el agonismo y el titanismo, que deja ver los destellos de una personalidad no pocas veces egocéntrica, narcisista y arrogante, inclemente con cuanto considerase mediocre o inadecuado, infantil, incluso, en su comprensible deseo de reconocimiento y en sus muestras de excitación ante la eventualidad de aplausos. Citemos como anécdota ilustrativa lo que Tarkovski dice de Tristana, de Buñuel: “muy mala”.
(nota de Manuel Hidalgo, tomada de la sección El Cultural de El Mundo.)
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