El gesto brutal del pintor: sobre Francis Bacon
Milan Kundera
1Un día Michel Archimbaud, que se propone publicar un libro de retratos y autorretratos de Francis Bacon, me invita a escribir un pequeño ensayo inspirado en estos cuadros. Me asegura que así lo quiere el propio pintor. Me recuerda un breve texto mío, publicado hacía tiempo en la revista L’Arc, que Bacon consideraba uno de los pocos en los que se reconocía. No negaré mi emoción ante semejante mensaje, que me llegaba, después de años, de un artista con el que jamás me encontré y al que tanto he admirado.
Escribí este texto de L’Arc (que, más tarde, inspiró parte de mi Libro de la risa y el olvido), dedicado al tríptico de los retratos de Henrietta Moraes, al poco de mi emigración, hacia 1977, todavía obcecado por los recuerdos del país que acababa de abandonar y que permanecía en mi memoria como una tierra de interrogatorios y de vigilancia. Ahora, no puedo sino empezar mi nueva reflexión sobre el arte de Bacon a partir de aquel antiguo texto:
2 "Ocurrió en 1972. Me encontré con una joven en la periferia de Praga en un apartamento que nos habían prestado. Dos días antes, durante todo el día, había sido interrogada sobre mí por la policía. Ahora quería verme a escondidas (temía ser constantemente seguida) para contarme las preguntas que le habían hecho y lo que ella había respondido. En el caso de un posible interrogatorio, mis respuestas debían ser idénticas a las suyas.
Se trataba de una jovencita que todavía desconocía el mundo. El interrogatorio la había alterado y, desde hacía tres días, el miedo le removía las entrañas. Estaba muy pálida y, durante nuestra conversación, se levantaba con frecuencia para ir al servicio –hasta el punto de que el ruido del agua que llenaba la cisterna acompañó todo nuestro encuentro.
La conocía desde hacía tiempo. Era inteligente, ingeniosa, sabía controlar perfectamente sus emociones e iba siempre vestida de un modo tan impecable que su vestido, al igual que su comportamiento, no dejaba el mínimo resquicio para entrever su desnudez. Y, de golpe, el miedo, como un gran cuchillo, la había escindido. Estaba allí ante mí, abierta, como el tronco desgarrado de una ternera colgado de un gancho en una carnicería.
El ruido del agua que llenaba la cisterna del aseo ya prácticamente no cesaba y, de repente, tuve ganas de violarla. Sé bien lo que digo: violarla, no hacer el amor con ella. No quería su ternura. Quería agarrarle brutalmente la cara y, al instante, tomarla a ella entera, con todas sus contradicciones tan intolerablemente excitantes: con su vestido impecable y sus entrañas revueltas, con su razón y su miedo, con su orgullo y su desgracia. Tenía la impresión de que en todas sus contradicciones radicaba su esencia: ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto en las profundidades. Quería poseerla en un segundo, con toda su mierda y su alma inefable.
Pero veía sus ojos fijos en mí, llenos de angustia (dos ojos angustiados en un rostro razonable), y cuanto mayor era la angustia de sus ojos, más absurdo, estúpido, escandaloso, incomprensible e imposible de cumplirse se tornaba mi deseo.
Por desplazado e injustificable que fuera, ese deseo no dejaba de ser menos real. No sabría negarlo –y, cuando miro los retratos-trípticos de Francis Bacon, es como si me acordara de aquello. La mirada del pintor agarra la cara como con una mano brutal, tratando de apoderarse de su esencia, de ese diamante oculto en las profundidades. Claro, no estamos seguros de que las profundidades conserven realmente algo –pero, sea lo que sea, hay en nosotros ese gesto brutal, ese movimiento de la mano que agarra, arrugándola, la cara de otro con la esperanza de encontrar en ella, detrás de ella, algo que se oculta allí".
3 Los mejores comentarios sobre la obra de Bacon los hizo él mismo en dos entrevistas: con Sylvester en 1976 y con Archimbaud en 1992. En los dos casos habla con admiración de Picasso, en particular el del periodo entre 1926 y 1932, el único al que él se siente realmente cercano; ve abrirse en él un territorio "inexplorado: una forma orgánica relacionada con la imagen humana pero que es de hecho su total distorsión"(la cursiva es mía)
Podría decirse que, de no ser durante este breve periodo, en toda la restante obra de Picasso es un leve gesto del pintor lo que transforma motivos del cuerpo humano en forma bidimensional, sin obligación alguna de parecerse a algo. En Bacon, la euforia lúdica picassiana deja lugar al asombro (cuando no al espanto) ante lo que somos, lo que somos materialmente, físicamente. Movida por ese espanto, la mano del pintor (por retomar palabras de mi antiguo texto) se apodera con un "gesto brutal" de un cuerpo, de una cara, "con la esperanza de encontrar en ella, detrás de ella, algo que se oculta allí".
Pero ¿qué es lo que se oculta allí? ¿Su "yo"? Claro, todos los retratos que jamás se han pintado quieren revelar el "yo" del modelo. Pero Bacon vive en la época en la que el "yo" empieza en todas partes a ser escurridizo. En efecto, nuestra experiencia más trivial nos enseña (sobre todo si la vida que se nos va quedando atrás se prolonga demasiado) que lamentablemente las caras se parecen todas (y la insensata avalancha demográfica no hace más que incrementar esa sensación), que dejan que se confundan, que sólo las diferencia algo diminuto, apenas perceptible, que, matemáticamente, sólo representa, en la disposición de las proporciones, unos pocos milímetros de diferencia. Añadamos a todo ello nuestra experiencia histórica, que nos ha inducido a comprender que los hombres actúan imitándose los unos a los otros, que sus actitudes son estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que, así las cosas, el hombre es menos un individuo (un sujeto) que un elemento de una masa.
En esos tiempos de dudas es cuando la mano violadora del pintor se apodera con un "gesto brutal" de la cara de sus modelos para encontrar, en algún lugar en profundidad, su "yo" sepultado. En esa búsqueda baconiana las formas sometidas a "una total distorsión" nunca pierden su carácter de organismos vivos, recuerdan siempre su existencia corporal, su carnalidad, siguen conservando su apariencia tridimensional. Y, además, ¡se parecen a sus modelos! Pero ¿cómo puede el retrato parecerse al modelo del que es conscientemente una distorsión? Sin embargo, lo prueban las fotos de las personas retratadas: el retrato se les parece; miren los trípticos –tres variaciones yuxtapuestas del retrato de la misma persona; estas variaciones difieren una de otra y, no obstante, no dejan de tener algo común a las tres: "ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto", el "yo" de un rostro
4 Podría decirlo de otra manera: los retratos de Bacon cuestionan los límites del "yo". ¿Hasta qué grado de distorsión un individuo sigue siendo él mismo? ¿Durante cuánto tiempo sigue todavía reconocible el rostro de alguien amado que va alejándose de nosotros por enfermedad, locura, odio o muerte? ¿Dónde queda la frontera tras la cual un "yo" deja de ser "yo"?
5 Desde hacía mucho tiempo, en mi galería imaginaria del arte moderno, emparejaba a Bacon con Beckett. Luego leí la entrevista con Archimbaud: "Siempre me ha sorprendido que me emparentaran con Beckett"
dice Bacon. Y, más adelante: "... siempre me ha parecido que Shakespeare había expresado mucho mejor y de un modo más ajustado y más poderoso lo que Beckett y Joyce habían intentado decir...". Y aún:
"Me pregunto si las ideas de Beckett sobre su arte no terminaron por matar su creación. Hay a la vez en él algo demasiado sistemático y demasiado inteligente, tal vez sea esto lo que siempre me ha molestado". Y para terminar: "En pintura, siempre dejamos demasiados hábitos, nunca los eliminamos lo suficiente, pero en la obra de Beckett tengo con frecuencia la impresión de que, a fuerza de querer eliminar, ya no ha quedado nada y que esa nada acaba sonando a hueco...".
Cuando un artista habla de otro, siempre habla (me diante carambolas y rodeos) de sí mismo, y en ello radica todo el interés de su opinión. ¿Qué nos dice Bacon sobre sí mismo al hablar de Beckett?
Que no quiere ser clasificado. Que quiere proteger su obra de los tópicos.
Asimismo: que se resiste a los dogmáticos de la modernidad que han levantado una barrera entre la tradición y el arte moderno, como si éste representara en la historia del arte un periodo aislado, con sus propios valores incomparables y criterios autónomos. Ahora bien, Bacon aspira a inscribirse en la historia del arte en su totalidad; el siglo xx no nos dispensa de nuestra deuda para con Shakespeare.
Y además: se cuida de expresar sus ideas sobre arte de un modo demasiado sistemático porque teme dejar que su arte se convierta en una especie de mensaje simplista. Sabe que el peligro es tanto mayor cuanto que el arte de nuestra mitad de siglo se ha enfangado en una ruidosa y opaca logorrea teórica que impide que una obra entre en contacto directo, no mediatizado, no preinterpretado, con quien la contempla (la lee o la escucha).
Allá donde puede, pues, Bacon confunde las pistas para dejar desamparados a los expertos que quieren reducir el sentido de su obra a un pesimismo tópico: le enfurece la utilización de la palabra "horror" a propósito de su arte; señala el papel que desempeña en su pintura el azar (el que irrumpe mientras trabaja; una mancha de color, caída fortuitamente, que cambia de golpe el tema mismo del cuadro); insiste sobre la palabra "juego" cuando todo el mundo exalta la gravedad de sus pinturas. Puede que alguien le mencione su desesperación; sea, pero entonces, él puntualiza enseguida: para él se trata en todo caso de una "alegre desesperación".
6 En su reflexión sobre Beckett, Bacon dice: "En pintura siempre dejamos demasiados hábitos, nunca los eliminamos lo suficiente...".
Demasiados hábitos quiere decir: todo lo que no es un descubrimiento del pintor, su aportación inédita, su originalidad; lo que es herencia, rutina, relleno, elaboración considerada como necesidad técnica. Son por ejemplo, en la forma de la sonata (incluso entre los grandes, Mozart o Beethoven), todas las transiciones (con frecuencia muy convencionales) de un tema a otro. Casi todos los grandes artistas modernos intentan suprimir estos "rellenos", quitar todo lo que proviene de un hábito, todo lo que les impide abordar, directa y exclusivamente, lo esencial (lo esencial: lo que el propio artista, y sólo él, puede decir).
Veamos qué pasa con Bacon: los fondos de sus cuadros son muy simples, lisos, pero: en primer plano, los cuerpos están tratados con riqueza tanto de colores como de formas. Pues bien, ésta es la riqueza (shakespeariana) que más le gusta. Ya que, sin esta riqueza (riqueza que contrasta con el fondo liso), la belleza sería ascética, como puesta a régimen, disminuida, y, para Bacon, se trata siempre y ante todo de belleza, de la explosión de la belleza, porque, aunque hoy en día esta palabra parezca desvirtuada, pasada de moda, es ella la que le une a Shakespeare.
Y ésta es la razón por la que le irrita la palabra "horror" aplicada con obstinación a su obra. Tolstói decía de Leonid Andreiev y de sus novelas negras: "Quiere amedrentarme, pero no siento miedo". Ahora hay demasiados cuadros que quieren amedrentarnos, y son aburridos. El espanto no es una sensación estética y el horror que encontramos en las novelas de Tolstói nunca está para amedrentar; la escena desgarradora en la que operan sin anestesia a Andréi Bol-konski, mortalmente herido, no está exenta de belleza; como jamás lo está una escena de Shakespeare; como jamás lo está un cuadro de Bacon.
Las carnicerías son lugares horribles, pero, cuando Bacon habla de ellas, no olvida señalar que "para un pintor hay allí esa gran belleza del color de la carne".
7 Pese a todas las reservas de Bacon, ¿qué hace que siga sintiéndolo cercano a Beckett?
Los dos se encuentran más o menos en el mismo lugar de la historia de sus artes respectivas. A saber, en el último periodo del arte dramático, en el último periodo de la historia de la pintura. Porque Bacon es uno de los últimos pintores cuyo lenguaje todavía es el pincel y el óleo. Y Beckett todavía escribe un teatro que descansa sobre el texto del autor. Es cierto que después de él el teatro sigue existiendo, tal vez incluso evolucione, pero ya no lo inspiran, ni lo innovan, ni aseguran su evolución los textos de los autores dramáticos.
En la historia del arte moderno, Bacon y Beckett no son de los que abren camino; se recluyen. Bacon responde a la pregunta de Archimbaud sobre qué pintores contemporáneos le parecen importantes: "Después de Picasso, ya no sé muy bien. Hay actualmente una exposición de pop art en la Royal Academy [...], cuando se ven todos esos cuadros reunidos, no se ve nada. Me parece que ahí dentro no hay nada, que está vacío, completamente vacío". "¿Y Warhol?" "...para mí no es importante."
¿Y el arte abstracto? ¡Oh, no, ése no le gusta nada! "Después de Picasso, ya no sé muy bien".
Habla como un huérfano. Y lo es. Y lo es incluso en el sentido muy concreto de su vida: los que abrieron camino estaban rodeados de colegas, gente que hacía comentarios, admiradores, simpatizantes, compañeros de viaje, todo un grupo. Él, en cambio, está solo. Como lo está Beckett. En la entrevista con Sylvester declara: "Creo que sería más estimulante ser uno más entre muchos artistas trabajando juntos. [...] Me parece que sería terriblemente agradable tener a alguien con quien hablar. Hoy no hay absolutamente nadie con quien hablar".
De hecho, su modernidad, la que cierra la puerta, ya no responde a la modernidad que les rodea, la modernidad de las modas que lanza el marketing del arte. (Sylvester pregunta: "Si los cuadros abstractos ya no son sino arreglos formales, ¿cómo explica usted que haya gente que, como yo, siente a veces hacia ellos el mismo tipo de reacción visceral que sienten hacia obras figurativas?" –Y Bacon responde– La moda).
Ser moderno en la época en que la gran modernidad está a punto de cerrar sus puertas es muy distinto que ser moderno en la época de Picasso. Bacon quedó aislado ("no hay absolutamente nadie con quien hablar"); aislado tanto del pasado como del porvenir.
8 Al igual que Bacon, Beckett no se hacía ilusión alguna acerca del porvenir del mundo ni del arte. Y en ese momento del final de las ilusiones encontramos en los dos la misma reacción, inmensamente interesante y significativa: las guerras, las revoluciones y sus fracasos, las masacres, la impostura democrática, todos estos temas son ajenos a sus obras. En El rinoceronte, Ionesco todavía se interesa por las grandes cuestiones políticas. Nada similar en Beckett. Picasso pinta todavía Masacre en Corea. Tema impensable en Bacon. Cuando se vive el fin de una civilización (tal como la viven, o creen que la viven, Beckett y Bacon), la última confrontación brutal no se produce contra una sociedad, contra un Estado, contra una política, sino contra la materialidad fisiológica del hombre. Por eso, incluso el tema de la Crucifixión, que antaño concentraba toda la ética, toda la religión, incluso toda la Historia de Occidente, se convierte en Bacon en un simple escándalo fisiológico: "Siempre me turbaron las imágenes relacionadas con mataderos y con la carne, y para mí están estrechamente vinculadas a todo lo que es la Crucifixión. Hay fotografías extraordinarias de animales hechas en el momento preciso en que los sacan para enviarlos al matadero. Y ese olor a muerte...".
Acercar a Jesús clavado en la cruz a mataderos y al miedo de los animales podría parecer un sacrilegio. Pero Bacon no es creyente, y la noción de sacrilegio está ausente en su manera de pensar; según él, "el hombre cae ahora en la cuenta de que no es sino un accidente, un ser sin sentido, que sin razón alguna debe seguir el juego hasta el final".
Visto así, Jesús es ese accidente que, sin razón, ha seguido el juego hasta el final. La cruz: el final del juego que se ha jugado sin razón hasta el final.
No, no hay sacrilegio; más bien una mirada lúcida, triste, pensativa y que intenta penetrar hasta lo esencial. ¿Y qué revela lo esencial cuando todos los sueños sociales se han evaporado y el hombre ve "cómo se anula para él [...] toda salida religiosa"? El cuerpo. El único ecce homo,evidente, patético y concreto. Porque "lo que sí es seguro es que somos carne, somos carcasas en potencia. Si voy a un carnicero, siempre me parece sorprendente no estar yo allí, en lugar del animal".
No es ni pesimismo ni desesperación, es una simple evidencia, pero una evidencia que normalmente queda disimulada por nuestra pertenencia a una colectividad que nos ciega con sus sueños, sus estímulos, sus proyectos, sus ilusiones, sus luchas, sus causas, sus religiones, sus ideologías, sus pasiones. Y, un buen día, cae el velo y nos deja a solas con el cuerpo, a merced del cuerpo, como lo estaba la joven praguense que, después de la conmoción de un interrogatorio, se iba cada tres minutos al servicio. Había quedado reducida a su miedo, a la rabia de sus entrañas y al ruido del agua que ella oía caer en la cisterna como yo la oigo caer cuando miro Figura inclinada sobre una jofaina, de 1976, o el Tríptico, de 1973, de Bacon. La joven praguense ya no se enfrentaba a la policía, sino a su propio vientre, y si alguien presidió, invisible, aquella pequeña escena de horror no fue un policía, un apparatchik, un verdugo, sino un Dios, o un Anti-Dios, el Dios malvado de los gnósticos, un Demiurgo, un Creador, aquel que nos ha hecho caer en la trampa de ese "accidente"del cuerpo que él ha manipulado en su taller y al que, durante algún tiempo, nos vemos obligados a servir de alma.
Bacon espiaba con frecuencia ese taller del Creador; puede comprobarse, por ejemplo, en los cuadros titulados Estudio del cuerpo humano en los que desenmascara el cuerpo humano como simple "accidente", accidente que podría haber sido confeccionado de modo muy distinto, por ejemplo, qué sé yo, con tres manos o con los ojos situados en las rodillas. Éstos son los únicos cuadros que me llenan de horror. Pero ¿es "horror" la palabra acertada? No. No hay palabra acertada para la sensación que suscitan estos cuadros. Lo que suscitan no es el horror que conocemos, el que se debe a las locuras de la Historia, a la tortura, a la persecución, a la guerra, a las masacres, al sufrimiento. No. En Bacon, es un horror muy distinto: proviene del carácter accidental del cuerpo humano súbitamente revelado por el pintor.
9 ¿Qué nos queda cuando hemos bajado hasta aquí? El rostro; el rostro que contiene “ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto”, que es el “yo” infinitamente frágil estremeciéndose en un cuerpo; el rostro sobre el que fijo mi mirada con el fin de encontrar una razón para vivir ese “accidente desprovisto de sentido” que es la vida.
[Capítulo I de Milan Kundera: Un encuentro, Tusquets Editores, 2009.]
© Milan Kundera: Une rencontre, 2009
© de la traducción: Beatriz de Moura, 2009
(ensayo reproducido del blog 'el boomeran(g)')
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