A las 6:30 de la tarde del 8 de agosto de 1974 el cuerpo de la mujer que adelantó “Yo no me voy a morir de enfermedad, ni de vejez, de angustia ó cansancio” estaba por llegar a la Ciudad de México. Había muerto, solita, dos días antes de una manera tan absurda que la habría hecho llorar, más que si se le hubiera quemado el arroz: “La embajadora de México en Israel, Rosario Castellanos, se electrocutó al tomar una lámpara de metal que intentaba cambiar de sitio”, indicó la versión de la Cancilería.
La noticia sobre el fallecimiento de la autora de "Balún Canán", de 49 años, madre de Gabriel, quien amó y ‘desamó’ a Ricardo, escritora, poeta… mujer, estuvo en las primeras planas de los periódicos junto a titulares como: “Renunció Nixon porque perdió el apoyo del Congreso para continuar en el poder”.
La promotora del Instituto Chiapaneco de la Cultura y del Instituto Nacional Indigenista, nació en el DF el 25 de mayo de 1925, vivió en Comitán, Chiapas, hizo la maestría de Filosofía en la UNAM, estudió en la Universidad de Madrid, fue profesora en universidades de México, Estados Unidos e Israel. “Escribo. Colaboro en revistas y un día a la semana publico en un periódico”, dijo en ‘Autorretrato’.
La lluvia cayó el 9 de agosto mientras los restos de Rosario, quien obtuvo premios como el Xavier Villaurrutia, el Sor Juana Inés de la Cruz y el Carlos Trouyet de Letras, eran llevados a la Rotonda de los Hombres Ilustres, esto después de haber sido homenajeados en Bellas Artes ante la presencia del presidente Luis Echeverría, Ricardo Guerra y Gabriel Guerra (su hijo).
Los ‘otros’ a los que dio voz y lugar en textos como ‘Ciudad Real’ también estuvieron en la procesión del entierro de la mexicana que dijo en entrevista a Emanuel Carballo: "Los indios no me parecen misteriosos ni poéticos. Lo que ocurre es que viven en una miseria atroz. Es necesario describir cómo esa miseria ha atrofiado sus mejores cualidades”, además, le aclaró a Carballo: "La única diferencia, y no es pequeña, consiste en que los indios son siervos y los blancos reservan para sí el papel de amos".
Por palabras como las citadas “Chayo”, como le decía Jaime Sabines, y que era parte de una familia de terratenientes, a quienes en Comitán aún recuerdan con cierto recelo y reclamo, “por los abusos cometidos”, logró ser una “inexistente” con eco público. Sabía que “es necesario, a veces, encontrar compañía”. Y ella lo fue de las mexicanas y mexicanos que se sentían nadie, de los que, quizá, habrían sido menos infelices de ser alguien que no eran.
Rosario levantó la voz desde el comedor, la cocina y otros lugares reservados para lo femenino, hizo lo que Simone de Beuvoir, Virginia Woolf y Susan Sontag: quebró los moldes de la mujer, quien recién había obtenido el tener derecho a votar, sabía que incluso, ésta viviría una etapa simbólica de re significación en la que podía llegar a sentir culpa: "Mujer que Sabe Latín, ni Tiene Marido, ni Tiene Buen Fin".
La “tonta” cuyas sensaciones “caían en la angustia” de esa ‘separatidad’ del resto, según consideró Elena Poniatowska en "Ay Vida no me Mereces", permitió que a través de su creación literaria, tal y como se lo platicó a Beatriz Espejo, otras y otros también encontráramos “la vía para reflexionar en torno de ‘este’ mundo y tratáramos de entenderlo”.
Chayito, quien dijo que “era más o menos fea” fue la síntesis de la crisis de la mujer mexicana que en los años 50, 60 y 70 enfrentaba el reto de atreverse a existir más allá de los arquetipos de la virgencita y la malinche, aunque la imperfección, el miedo, la rabia y la alocada cotidianeidad tuviese que volverse poema; fue verso de los primeros pasos de un camino que en 2010 entre posiciones encontradas, semejantes, distintas, ilógicas aún no termina. ¿Cómo darle fin si “lo mujer” implica tanto, incluso, también “lo hombre”?
(nota recogida de la e-revista etcétera)
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