Fueron cinco minutos. Lo rociaron con diesel. Tenía la cara tapada con su propia camiseta. Y la chispa de un encendedor provocó el flamazo inicial. Duró cinco minutos, solo cinco minutos.
Eran las siete y media de la tarde. La gente que salía de trabajar transitaba lentamente por la avenida Revolución debido al intenso tráfico. Los coches a vuelta de rueda. La monotonía. Los noticieros acababan de empezar. Todo parecía cotidiano, incluso lo que iba a suceder.
De pronto, a cara descubierta, dos sujetos cargando un bulto subieron apresuradamente las escaleras del puente peatonal esquina con Churubusco. Al llegar, ambos forcejearon unos minutos. Súbitamente lo dejaron caer. El cuerpo sujeto de unas gruesas cadenas alrededor del cuello quedo suspendido en el aire, tambaleándose unos segundos. Un tercer sujeto lo empapó de combustible e hizo el resto. No sabemos si estaba vivo.
Cinco días antes, la escena se repetía en el mismo puente. Eran dos. Los colgaron vivos de las manos. Les disparaban desde abajo como si se tratara de un juego al tiro al blanco. Mataron a uno. El otro gritaba para salvarse. Estaba herido cuando finalmente la policía llegó a descolgarlo. Tenía 21 años. Eran las diez de la mañana.
Dos días después, a las siete de la mañana en el puente de Adolfo López Mateos colgaron a un hombre del cuello con unas cuerdas que a la media hora se aflojaron. Cayó 10 metros y lo encontraron en el lecho del Río Santa Catarina.
El espectáculo macabro se repitió siete días antes. Eran las seis y media de la mañana. Decenas de personas transitaban por la avenida Gonzalitos para ir al trabajo o para llevar a los niños a la escuela. En el puente con avenida Ruiz Cortines dos hombres colgados, uno mutilado. La mitad de una pierna tirada en la calle. La escena de los puentes de la muerte es tan habitual que da miedo la costumbre.
Los puentes peatonales que hasta hace cinco años habían servido para satisfacer la necesidad humana de cruzar, ahora son utilizados para cumplir el deseo más primitivo y siniestro. Cientos de víctimas colgadas, exhibidas en esta guerra delirante.
Al fin y al cabo como dice Tzvetan Todorov en su libro "El miedo a los bárbaros" es fácil encontrar una violencia anterior que justifique la actual. Ese es el verdadero peligro porque la barbarie es "resultado de un rasgo del ser humano". No es ni siquiera producto de una nacionalidad o época específica, "la barbarie no corresponderá" --- aclara Todorov--- "a ningún periodo concreto de la historia de la humanidad, ni antiguo ni moderno, a ninguna de las poblaciones que cubren la superficie de la tierra".
Es, simple y llanamente, inherente al ser humano. ¿Quién asume, pues, el papel de bárbaro en la guerra contra el narco emprendida por Felipe Calderón?... Los exterminadores: narcos, sicarios, delincuentes, militares, policías, marinos, agentes del Estado...
Los colgados de los puentes representan el horror cotidiano a veces retransmitido en vivo por la televisión, otras censurado para no dañar la imagen del país, para cumplir con el pacto mediático de silencio llamado "Iniciativa México", firmado por más de 700 medios de comunicación.
El terror generado por estos crímenes, sin embargo, existe. No hay censura absoluta y efectiva con Twitter o Facebook. La verdad, encuentra su camino. Y afortunadamente hay medios que se negaron a firmar ese pacto y se resisten a ser testigos mudos. Narrar el exterminio cruel, la barbarie obscena, el salvajismo primitivo al que han llegado es una obligación moral. Mirar a otra parte no es la salida.
La matanza continúa.
(Tuve un amigo que sostenía que había de morir a los treinta años de edad pues la llegada a ese puerto era el ingreso a la vejez: esto antes de que apareciese la espada inmisericorde del VIH-Sida. ¿Cruzar un puente acaso simbólico o imaginario, como la línea del Ecuador, es peligroso como llegar al puerto de la treintena? La periodista Sanjuana Martínez escribe "Puentes", una crónica urbana de la ciudad norteña de Monterrey, Nuevo León, reproducida del diario El País.)
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