"Jugaste bastante, comiste romanamente, y bebiste: ¡tiempo de que te vayas!". Gonzalo Rojas eligió estas palabras de Horacio para dar pie en 2003 al cierre de su discurso de recepción del Premio Cervantes. El poeta chileno, que entonces dijo estar en la "reniñez", ha jugado, comido, bebido y vivido ocho años más, pero ayer murió en Santiago de Chile, una ciudad a la que nunca se adaptó. De ahí que prefiriera el retiro de Chillán, 400 kilómetros al sur. Tenía 93 años y la suya fue, como declaró su hijo Gonzalo, "una tremenda vida". Ese es un buen resumen para los días de un poeta que el pasado 22 de febrero sufrió un infarto cerebral que le relegó a un "estado de sopor". Fueron, de nuevo, palabras de su familia. El ataque le sorprendió cuando trabajaba en sus memorias a partir de los cuadernos en los que anotaba unos recuerdos que nunca quiso que vieran la luz mientras él viviera.
Más casi que la muerte, lo sorprendente era ese "estado de sopor" aplicado a Gonzalo Rojas, un hombre que no paró un minuto en sus nueve largas décadas de vida. Nacido el 20 de diciembre de 1917 en Lebu, una pequeña ciudad del Chile meridional -pesquera y minera; "con mucho mito", solía decir él-, el futuro poeta, huérfano de padre a los tres años, ingresó en el internado de jesuitas alemanes de Concepción -"tipos que sabían sus cosas"- antes de cumplir los 10. Fue el primero de los interminables viajes de un poeta que acumuló más kilómetros en sus piernas que versos en sus libros. "Soy hijo de minero del carbón", contó de su infancia. Y de su juventud, consagrada a la alfabetización de los trabajadores de Atacama, en el gran norte: "Los mineros del cobre me enseñaron mucho más que el surrealismo".
Sus versos, nacidos de una doble parentela -"la sanguínea y la imaginaria"-, quedaron reunidos en 2000 en el volumen Metamorfosis de lo mismo (Visor), un título que explica bien la forma de trabajar de un autor cuya poesía ha sido calificada de "larvaria". Así, muchos de sus libros son una reescritura ampliada de poemarios anteriores. "Soy un inconcluso", decía. Y "lentiforme".
La obra coronada por premios como el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el Octavio Paz de Poesía y Ensayo o el Cervantes había nacido con un aguacero. Gonzalo Rojas solía contar que uno de sus hermanos pronunció la palabra relámpago en medio de una tormenta y que aquellas cuatro sílabas produjeron en él la revelación del lenguaje. También contaba que, como niño tartamudo, inventaba palabras con fonemas "suaves" para no tropezar. Aquella búsqueda de la suavidad fue el primer taller de poesía de un escritor que publicaría su primer libro, La miseria del hombre, en 1948. Luego vendrían títulos como Contra la muerte, Transtierro, Materia de testamento o No haya corrupción.
"¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida / o la luz de la muerte?", decían sus versos más famosos. Otros menos conocidos avisaban con ironía: "No confundir las moscas con las estrellas; / oh la vieja victrola de los sofistas. / Maten, maten poetas para estudiarlos. / Coman, sigan comiendo bibliografía". Profesor de literatura durante años, Rojas ejerció como diplomático en China y Cuba con Allende hasta que el golpe militar de 1973 lo puso de nuevo en el camino. Al exilio esta vez. De él volvería para instalarse en su casa verde y azul de Chillán, desde donde no paró de viajar mientras se lo permitió la salud.
Gonzalo Rojas consiguió administrar con voz personal la erótica y telúrica herencia poética -y la alargadísima sombra- de Pablo Neruda. Se convirtió así en uno de los dos grandes polos de la poesía chilena. El otro, y ahora único, sigue siendo la irónica antipoesía de Nicanor Parra, que, tres años mayor que Rojas, le sobrevive.
(Crónica de Javier Rodríguez Marcos, reproducida del diario español El País, en cuya lectura se adivina un fervor por el poeta chileno Gonzaloz Rojas, fallecido a los 93 años, autor de un estilo vivo y jovial.)
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