Para quienes hayan leído las dos, es imposible leer esta corta novela de Yasunari Kawabata, La casa de las bellas durmientes, sin establecer una charla entre ella y Memorias de mis putas tristes de Gabriel García Márquez. En ambas, se analizan los sentimientos de un viejo que se acuesta en un prostíbulo especial con una o varias muchachas muy jóvenes, que están profundamente dormidas. Pero en el libro de Kawabata, los “tristes” son los viejos y eso dice mucho sobre la diferencia de planteo.
Lo que producía indignación en la novela de García Márquez (dicho esto desde mi visión personal de mujer, una mujer que sigue releyendo los primeros libros del colombiano con una admiración deslumbrada), se vuelve a decir aquí desde una perspectiva completamente diferente, una en la cual el acto de poder del viejo es parte de la “iniquidad humana”, descripta en una imagen que hiela la sangre como un águila que vuela sobre un mar embravecido con un animal ensangrentado en el pico.
En esta novela, desde la primera de las cinco noches que se cuentan, Eguchi, el protagonista, es consciente de que la casa de las bellas durmientes es un lugar imposible, un lugar todopoderoso que convierte a chicas jóvenes en “juguetes vivientes”. El viejo Eguchi tiene conciencia de eso y su conciencia aumenta con cada noche.
Ese, el del dominio del hombre sobre la mujer, es uno de los temas de la historia y aquí, hablo de “tema” en el sentido musical del término: hay metáforas, sueños, declaraciones directas y diálogos que son distintas variaciones sobre esa idea. Dos ejemplos entre muchos otros: “Era el cuerpo de una mujer sin mente”; o “los labios de un hombre podían hacer sangrar cualquier parte del cuerpo de una mujer”. No hay aquí perdón para Eguchi, que sabe que el suyo es un “placer deforme” y que sus relaciones con las chicas no son “relaciones humanas”, pero que no por eso deja de volver. Vuelve a la casa no una sino cuatro veces después de la primera, por lo menos hasta que se cierra el libro.
¿Qué busca con esas noches extrañas? Esa pregunta abre un costado psicológico claramente masculino a la historia (tal vez lo más cercano del libro al planteo de García Márquez). En este segundo campo, la historia funciona más bien a nivel reflexivo. El personaje piensa sus propias reacciones frente a varios motivos que se le aparecen enredados en los recuerdos que le despiertan las chicas drogadas: la vejez; el deseo; el sexo; la atracción de lo prohibido; la doble moral (según se aplique a uno mismo o a otros); el miedo a la muerte; la envidia de la juventud; la paternidad.
Los dos carriles de reflexión –el abuso contra las mujeres y los deseos masculinos de los viejos– se desarrollan siempre dentro del mismo esquema simple: cinco capítulos; cinco noches; siempre la misma rutina nocturna en el mismo escenario; un único personaje secundario que habla: la madama, y otros, muy pasivos: las muchachas dormidas. El lugar, la casa de las bellas, es inquietante y lo mismo puede decirse del mar que se ve a través de las ventanas, casi un paisaje interior y de los diálogos, todos muy ambiguos. Hay miedo en el aire y Kawabata trata de que los lectores crean que el que está en peligro es Eguchi.
Violencia de género
En la última noche que se cuenta (no sabemos si habrá otras en el futuro), se vuelve bruscamente al problema de las mujeres y los hombres y ahí, el otro carril, se vuelve secundario. Tal vez –digo yo, desde mi punto de vista femenino– pueda decirse que el lugar inquietante es simplemente este mundo nuestro, el mundo todo (por algo no hay nada fuera de la casa), en el que se somete a las jóvenes a una violencia inusitada frente a la cual están totalmente inermes. Esa lectura explica ciertas conclusiones generales contundentes como: “¿Qué era lo peor que un hombre podía hacer a una mujer?... Casarse, criar a sus hijas, todas esas cosas, en la superficie, eran buenas; pero haberlas tenido durante largos años en su poder, haber controlado sus vidas, haber deformado sus naturalezas, todas esas cosas podían ser malas”. Eguchi ha hecho todo eso y más: con las chicas dormidas, con su mujer, con sus hijas. Y sabe por qué: “Tal vez, engañado por la costumbre y el orden, nuestro sentido del mal se había atrofiado” (nótense tres palabras: “costumbre”, “orden” y “nuestro”, sorprendente y brusco en un texto en tercera persona); y entonces “cualquier inhumanidad se convierte, con el tiempo, en humana”.
Si la casa es el mundo, tiene sentido que la muerte y el miedo no amenacen al viejo poderoso sino a las chicas dormidas e indefensas, absolutamente descartables para todos los que las usan: los hombres con dinero como Eguchi, la madama, el dueño de la casa.
Sí, Kawabata estudia en esta novela el deseo de posesión total que tienen los hombres pero a diferencia de lo que hace García Márquez, lo juzga desde el espanto, desde el horror, en una prosa intensísima y violenta en un gesto que es un grito de alarma original, necesario, y completamente inesperado.
(Cuando leíste "La casa de las bellas durmientes", un libro que te prestaron y devolviste, era la única forma de recuperar la antología de poesía griega que trocaste por una temporada, encontraste pasajes en que el autor te devolvía o te regresaba, a estadios prenatales, a aquellos momentos en que todo es disfrutable porque no te falta ni añoras nada, porque simplemente estás, porque simplemente fuiste un ser procurado por alguien. Aunque no eras el primogénito, el que te precedía había muerto, eras en cambio una respuesta a ese vacío que dejó el otro, José María. Nota de Márgara Averbach en el suplemento Letra Ñ del diario Clarín.)
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