Ted, el sombrío
En aquel entonces nadie podía amar a Ted Hughes, a donde iba arrastraba tras de sí una pila de huesos femeninos: fémures, costillas, calcañares de alguien que había ofrendado la vida a cambio de una celebración póstuma, de un lugar alejado del daño que había experimentado con el padre primero, los médicos, las descargas eléctricas, los baños de agua helada y la soledad de todos los inviernos.
Yo lo conocí en un encuentro de poetas en Morelia. Muchos índices lo señalaban como el asesino, el homicida, la bestia negra. Hoy quizá cuatro décadas después, al releer sus poemas encuentro una voz sombría, una voz maldita, un ser quizá incomprendido, un ser acogido con dilación, un talento al que le negué el reconocimiento, la identificación con un hombre atormentado. Como ha habido tantos en la historia, la dramaturgia, en la calle de todos los días, en la misma lírica.
En su momento yo también me acogí a la celebración de su víctima más citada, más celebrada, más llevada y traída en pendones y estandartes; hasta que poco a poco fui olvidándola, como a cualquier ser querido que uno termina por sepultar.
[Inédito]
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