jueves, 22 de noviembre de 2012

Autores conservados en alcohol

Dicen las malas lenguas que sir Arthur Conan Doyle se ayudaba de la cocaína y otros narcóticos para inventar las aventuras de su personajísimo, Sherlock Holmes. William S. Burroughs, que era adicto a la heroína, publicó en 1953 una de sus obras más célebres, Yonqui, bajo el seudónimo de Bill Lee. Del autor de El libro blanco, Jean Cocteau, se dice que consumió opio durante una larga temporada.
Pero no nos engañemos; no solo de drogas duras vive la literatura. Los grandes de las letras también, y sobre todo, han salpicado sus manuscritos con gotas de bebidas alcohólicas y derramado sobre sus máquinas de escribir líquidos con alta graduación etílica (unos más que otros). El tándem de vocablos ‘escritor’ y ‘alcohol’ ha estado siempre ligado a nombres potentes de la historia de la literatura, empezando por Bukowski, Truman Capote o Dostoievski. Es evidente que no todos los escritores han sido ni son alcohólicos pero, tampoco es baladí pensar que más libros de los que imaginamos nacieron en la barra de algún bar inmundo, en alguna fiesta donde el wiski seguramente corría a borbotones o en las mentes divagadoras y enturbiadas por la resaca del domingo. El escritor Antonio Jiménez Morato publica Mezclados y agitados (Debolsillo), una animada guía de los gustos espirituosos de Roberto Bolaño a Javier Tomeo, pasando por Fernando Pessoa o Dorothy Parker, donde reúne entre copas y letras a escritores brillantes o aburridos, ebrios o abstemios, y sus cócteles favoritos o más afines. Todo ello acompañado de la receta de cada uno de los combinados con los que exceder la fiesta más allá de la lectura.
Gabriel García Márquez, por citar a alguno de los 39 literatos que incluye la publicación, era un incondicional de un combinado cuya receta exacta el Nobel nunca ha hecho pública, pero sí se sabe que incluía ron, y que le recordaba “al olor de la guayaba podrida”. Morato ha adjudicado al colombiano el Añejo highball (el pelotazo añejo, en lengua profana), que consiste básicamente en ron añejo, coraçao, zumo de lima y unas gotas de Angostura. Todo ello servido en un vaso alto con mucho hielo.
Las narraciones de John Cheever están íntimamente relacionadas con Nueva York, donde vivió el americano. “Cheever bebía casi de todo, pero sin duda el vodka, la ginebra y el wiski eran sus licores más habituales. Y el manhattan está basado en el wiski”, cuenta el autor del libro. Pero la adjudicación de este cóctel a Cheever, explica Morato, se debe sobre todo a que como él mismo explicó, “de no ser por los dos que su madre se tomó una noche durante un banquete, sus padres no le habrían concebido, ya que eran una pareja en la que el deseo había muerto hacía tiempo. […] Alguna vez Cheever dijo que el desafecto de su padre fue una de las razones que lo empujó al alcohol”.
Quien también se confesó alcohólico en sus memorias fue el realizador genial Luis Buñuel: “Toda mi vida ha habido veces en las que he bebido hasta caerme; pero casi siempre se trata de un ritual delicado que no te lleva a la auténtica borrachera, sino a una especie de beatitud, de tranquilo bienestar, acaso semejante a una droga ligera. En algo que me ayuda a vivir y trabajar”. Según el autor de Mezclados y agitados, el aragonés era un verdadero aficionado, (incluso le llega a calificar hooligan) del Martini. “Se tomaba cuatro o cinco diarios”. Y él mismo explicó cómo preparaba sus cócteles en casa. La receta, como ya se imaginarán, está en los libros. Y concretamente en este.
A lo largo de las 255 páginas del libro, Morato empareja así a cada escritor con su bebida más afín, ya sea por adicción o por uso social: Alejo Carpentier con el Daiquiri; a Marguerite Duras con el Negroni; a Julián Herbert con el Kamikaze; Tommas Mann con el Bellini; Juan Rulfo con el Margarita; William Faulkner y el Julepe de menta; Mario Vargas Llosa y el Chilcano; Julio Cortázar y el Cubalibre; Truman Capote y el Destornillador; Josefina Vicens y el tequila macho; Fernando Pessoa y el Porto flip; Jaime Gil de Biedma y el Sol y sombra; Hemingway y el Papa doble o Javier Tomeo y el café irlandés.
Es recomendable, eso sí, comer antes de leer, no vaya a ser que el calimocho de Fogwill les siente mal al estómago. Salud.

 
 
(Quizá la autora de esta nota antipática, Rocío Huerta, desconoce que cada época y cada generación tienen sus propias drogas. Así, la generación de los Contemporáneos y el poeta Ramón López Velarde tuvieron además del alcohol el jengibre, sin considerar las bebidas "preparadas" que cada cantina elabora: desde una "piedra" hasta un levantacadáveres o un "curado" y un "amarguito" -hecho éste a base de mezcal y otras yerbas-; jamás podrá compararse el gusto de Proust con las bebidas de Henry Miller o Jack Kerouac. En México hay miles de escritores que consumen mariguana como tabaco, por citar dos: Daniel Sada y Salvador Elizondo. Ya no hablemos de pintores alcohólicos que combinaron y combinan drogas "duras" como el recientemente fallecido Julio Galán. Reseña clonada del sitio El País.)

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