México.- Ramón Rubín Rivas se cuenta entre esos escritores
mexicanos raros que, a pesar del brillo de su obra, nunca parecen abandonar la
penumbra de una vez por todas. No le han faltado admiradores entre sus colegas
escritores –Juan Rulfo, el más grande de ellos–, entre críticos muy destacados
–como Emmanuel Carballo, quien lo sitúa entre los maestros de la narrativa
posrevolucionaria y lo hace figurar en sus Protagonistas de la literatura
mexicana–, ni entre editores exigentes –pienso en Adolfo Castañón en tal
función–. Y sus libros, que además de sus méritos literarios están llenos de
información valiosa sobre la gente y el paisaje de nuestro país, son bien
apreciados por lectores de los más diversos rumbos del conocimiento
–antropólogos, biólogos, geógrafos, filólogos, sociólogos rurales–.
Sin embargo, a 100 años de su natalicio, su nombre aún no es tan familiar
como debería entre los lectores de narrativa hispanoamericana.
El propio Rubín lo atribuía, en parte, al hecho de haber publicado casi todos
sus libros por su cuenta, en ediciones de autor de reducido tiraje –así se lo
señaló a Armando Ponce en una entrevista publicada en Proceso el 27 de junio de
1983, que el lector puede leer gratuitamente en la página virtual de esta
revista durante la semana que comienza hoy– y en parte a los desencuentros que
tuvo con dos grandes figuras del ámbito literario mexicano: Alfonso Reyes y
Agustín Yáñez (véanse los números de Proceso, correspondientes al 22 y 29 de
mayo de 1989), quienes –suponía– le habrían impuesto un veto en diversos medios
editoriales.
No se puede descartar esa hipótesis pero, aun si así hubiese sido, parece más
probable que el principal motivo de la escasa circulación que ha tenido su obra
se deba a la actitud que él mismo guardó frente a la vida literaria, y que lo
llevó a poner casa aparte, fuera de la República de las Letras.
Rubín fue un espíritu solitario e independiente desde niño. Tal como lo
recuerda en sus fascinantes y muy extensas memorias, Rubinescas. Historia de mi
vida, producto de una conversación sostenida a lo largo de varios meses con su
hija Iyali –de las cuales publicó una pequeña selección El Colegio de Sinaloa en
2005–, pasó buena parte de su infancia en un medio agreste y libérrimo, que más
tarde dificultaría su adaptación a la vida escolar en un colegio manejado por
curas.
Su infancia estuvo marcada por la cercanía del mar, la exuberancia de la
vegetación y la compañía de los animales, llena de descubrimientos y aventuras
antes que de libros. Pero la primera novela que leyó de niño –Robinson Crusoe,
de Daniel Defoe– tuvo un peso definitivo en su vida, y puede considerarse en más
de un sentido como un emblema del destino que abrazaría.
Rubín cuenta que escribió su primera novela cuando era solamente un muchacho,
de una manera absolutamente circunstancial, mientras aprendía mecanografía para
tener un oficio con el que pudiera ganarse la vida. Su acentuada miopía le
incomodaba para copiar los textos que el maestro les daba y optó por escribir lo
que la imaginación le dictaba. El resultado fue una novela de amor,
“cursilísima”, como él mismo la califica, que pronto acabó en el bote de la
basura.
El joven Rubín no pensaba en la literatura como una profesión o un destino.
Por lo que cuenta, se convirtió en escritor por una urgencia vital: el deseo (o
la necesidad) de contar lo que había visto y oído.
Desde muy joven, Rubín comienza a viajar por la República, muchas veces
llevado por la necesidad. La época es muy difícil –su juventud transcurre en los
años inmediatamente posteriores a la Depresión de 1929–; las estrecheces que
enfrenta su familia lo obligan a buscar trabajo y vivir por temporadas cortas en
diferentes pueblos y ciudades del país, y a desempeñar los más diversos oficios.
De esa dura y vasta experiencia, cuyo registro confía a una gran cantidad de
cuadernos, procede la riqueza que despliega en su obra.
Pero crece aislado del mundo cultural aun en su nativa Mazatlán, donde no
conoce a nadie que escriba o pinte sino hasta que gana un concurso literario
local y es buscado por otros jóvenes mazatlecos que escriben y pintan y lo
identifican como uno de los suyos.
Ese primer reconocimiento lo anima a viajar a la capital del país para tratar
de abrirse paso escribiendo en algún periódico pero, lamentablemente, con mala
fortuna. Vuelve a la vida itinerante. Regresa a la Ciudad de México sólo hasta
1938. Lleva algunos de sus cuentos a Revista de Revistas, del diario Excélsior.
Los deja de manera casi anónima en el escritorio del jefe de redacción. Cuando
éste lo conoce, lo contrata para que escriba un cuento para la revista cada
semana. Pero tampoco entonces logra vivir cabalmente de su trabajo
literario.
Se enrola como marino. La más importante de sus aventuras en el mar es
transportar armas y municiones a España, tierra de su padre, para apoyar la
lucha de los republicanos.
En materia de dinero, parece vivir siempre a salto de mata. Sólo conoce la
estabilidad económica y hasta cierta prosperidad cuando establece un negocio de
fabricación de calzado. La autosuficiencia en el plano económico, como apunta
Emmanuel Carballo, lograría mantenerlo al margen de grupos literarios y empleos
en la burocracia, y elegir los asuntos sobre los que quiere escribir.
El desahogo económico le permite publicar su primer libro, Cuentos del medio
rural mexicano. Primer libro de cuentos mestizos, bajo el sello de Impresora
Gráfica, en Guadalajara, en 1942. Él mismo se encarga de hacerlo llegar a
algunos reseñistas que le responden con comentarios favorables.
Es prolífico. Escribe cuentos incesantemente. Y es capaz de redactar una
novela entera en veinte días. Su trabajo es cada vez más apreciado.
Llega entonces 1954, un año importante en la memoria de Rubín. En julio
aparece su novela La bruma lo vuelve azul, dentro de la colección Letras
Mexicanas del Fondo de Cultura Económica. Se trata de una impresionante
zambullida en el mundo de los huicholes, su drama y su cosmogonía.
En esa época, el ser incluido en una colección tan distinguida, nacida apenas
cuatro años antes con la publicación de la poesía reunida de Alfonso Reyes,
significaba un timbre de orgullo y un importante reconocimiento al trabajo
realizado.
Ese mismo año se ve enfrentado al gobernador de Jalisco, su colega, Agustín
Yáñez. Rubín preside un comité para la defensa del lago de Chapala, que desde
tiempo atrás está siendo drenado con el consentimiento de las autoridades de
Jalisco para abastecer de agua a Guadalajara. Pero el aparente remedio era
suicida. Para fortuna de esa ciudad, Rubín gana la batalla.
Y en diciembre de 1954, Jorge Munguía, jefe de redacción de Creación, revista
que Rubín dirige, acusa de plagio a Alfonso Reyes. (Al respecto hay que leer el
“Inventario” que José Emilio Pacheco publica en Proceso 656.)
Rubín dio por sentado que se había ganado la animadversión de Reyes y, con
ella, la exclusión de todo aquel medio o institución en que Reyes tenía
influencia. Pero tal cosa no parece probable. Si bien Reyes resintió –como
cualquiera– la acusación de plagiario, no existe indicio alguno de que haya
buscado una represalia. Por lo menos en su Diario no hay ni la menor mención al
asunto. Y, si se quiere una prenda de la grandeza moral de Reyes, bastaría
pensar en la manera en que procedió después de la muerte de su padre.
Es factible, sí, que alguno de los admiradores de Reyes haya actuado en
contra de Rubín pero, como la propia obra de éste lo demuestra, eso no habría
bastado para marginarlo. Rubín tuvo toda su vida una fuerza moral enorme que le
permitió superar circunstancias de verdad difíciles. De modo que la hipótesis de
un veto no es justa para Reyes ni necesaria para explicar la escasa valoración
de la obra de Rubín, que entre 1955 y 1994 sumó 14 títulos a los 11 que ya había
publicado.
Las razones por las que su legado narrativo no ha sido suficientemente leído
y valorado son otras. Durante mucho tiempo se le ha encasillado como un autor de
literatura indigenista, y el nuestro es un país que, por desgracia, aprecia el
mundo autóctono bastante menos de lo que se supone. (En nuestras escuelas no se
enseña a los niños ni siquiera un vocabulario elemental para decir “hola”,
“buenos días”, “me llamo…” en náhuatl, maya o algún otro de los principales
idiomas indígenas.)
Por otra parte, suele considerarse como algo desdeñable el realismo que Rubín
cultivó en sus libros.
Sí, Ramón Rubín puede ser considerado como uno de los grandes autores
indigenistas de México. Pero su obra no se ciñe sólo a ese universo ni su apego
al realismo mengua su calidad. Quienes la leen, como Vicente Francisco Torres,
quien ha hecho una interesante y completa revisión en el ensayo “Ramón Rubín y
el indigenismo” –parte de su libro La otra literatura mexicana– saben que hay en
ella mucho que aprender y mucho que disfrutar.
En estos tiempos en que tanto se ha insistido acerca de que el levantamiento
de los zapatistas chiapanecos nos ha hecho conscientes de la situación de los
indígenas en nuestro país, Ramón Rubín debe ser saludado como uno de los
primeros investigadores literarios de esa realidad, y quienes de veras tienen
interés por la literatura mexicana deben volver los ojos a sus libros. El Fondo
de Cultura Económica ha publicado siete (seis en su colección Letras mexicanas)
que se cuentan entre los mejores:
La bruma lo vuelve azul, novela (1954).
Las cinco palabras, cuentos (1969).
El canto de la grilla, novela (1984).
Cuentos del mundo mestizo (1985).
El callado dolor de los tzotziles, novela (1990).
Los rezagados, Colección Popular, cuentos (1991).
La canoa perdida: novela mestiza (1993).
(nota del poeta Rafael Vargas, reproducida de Proceso en línea.)
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