miércoles, 22 de agosto de 2012

Carlos Velázquez el pantagruélico

Un conjunto de relatos que se proponen como una apuesta total, con un vertiginoso cambio de registros —de la farsa a la tragedia, del esperpento a la moraleja, de la sátira al realismo posmoderno: se trata de La marrana negra de la literatura rosa, editada por Sexto Piso en 2010. A Carlos Velázquez (Torreón, 1978) le han bastado dos libros de cuentos (La marrana… y La Biblia vaquera, FETA, 2008) para irrumpir como una voz contundente y renovadora en la literatura mexicana de nuestros días.
Hablamos de un narrador anormal. Alguien que ha bebido en todos los ríos de la literatura, quien ha pastado en las inabarcables estepas del lenguaje, siendo al mismo tiempo un personaje rabioso que arrasa e incendia los bosques de su propia genealogía.
Más que ponderar su maliciosa ingeniería narrativa, su delirante variedad, su intención demoledora de tópicos acerca de la “literatura del norte” o los relativos a la sexualidad machista norteña, como bien lo ha señalado Geney Beltrán, este breviario de la anormalidad muestra ante todo a un autor moralista.
Carlos Velázquez es un escritor de esta estirpe. Moralista a la manera del Nabokov de Lolita o del Petronio del Satiricón, con quien se emparienta también en su vistosa recreación de la picaresca o su efectiva apropiación de los coloquialismos de su tiempo. Reconsiderando la manera en que el término “moralista” ha devenido casi en un insulto que refiere a una cierta solemnidad chata y a una defensa fundamentalista de las costumbres, el autor se preocupa por sus personajes no sólo como un orfebre o como un titiritero. Vive con ellos, se preocupa no de realizarles un juicio sumario en función de sus aberraciones, sino que se entromete en los laberínticos resquicios de sus dilemas y sus decisiones. En esta colección de relatos donde todo se gangrena por mutuo roce, donde la realidad y el deseo son dos siameses de la imposibilidad: un maniquí de humo y otro de fuego, un guiñol de burla detrás del cual siempre está la piedad. Esta determinación de escribir y de leer desde la entraña de los personajes es lo que vuelve la apuesta del coahuilense una literatura rabiosamente viva.Como en una secuencia de Tod Browning o Álex de la Iglesia, este coro de monstruos, esta subespecie de anomalías son albañiles zombies construyendo la realidad deseada a base de ladrillos de inconformidad. Desde la estúpida y ambiciosa belleza de barrio que resume sus proyectos aspiracionales en nunca volver a ingerir tamales —oprobioso símbolo de la jodidez que cifrará su condena— o la embarazada asesina, el travesti narigón o el beisbolista felizmente sodomizado, todas son vidas como granadas de fragmentación fallidas, buscando en vano detonar el anhelado cambio. Y está la derrota eterna de la clase media:“El barrio te acaba”, el laberinto insondable de los vacíos suburbanos, la humillación de la fama y la ceniza poesía del páramo marital: “una pureza fría que se encariña a las corvas”. Pero peor, mucho peor que la veleidad del espejismo, más terrible que el sueño molido a patadas —otra vez el sadismo moralista— la azarosa cumbre del anhelo conseguido: “Se quedó dormida como un triunfador”.En La marrana… la vida es un barrio que te aniquila. Una bestia que se te aparece en sueños para devolverte al verdadero ser. Un autista que luego de mil peripecias y agandayes se queda con todas las canicas. Una verdad que, más que la verga, la belleza, la calle, o la fortuna, es la única tirana.
Estamos ante un escritor con un oído finísimo. Como un minotauro travieso confundiendo el delirio de Ariadna. Muchos hilos, muchas versiones. Muchas voces a través del laberinto de las realidades y de los deseos: un monstruo tejiendo sarapes en el fondo del abismo.
De ahí que ante una realidad atroz, incompleta, deambulen seres con una psique modificada, como un carro tuneado. Serpientes que se muerden la cola: criaturas en las vías de la autodestrucción debido a su violento afán de dejar de ser animales heridos.
Porque la convivencia es imposible y el mundo es un puticlub. Y la sociedad y la familia son sólo otras criaturas deformes: “La distancia insalvable con otras personas nos condena a la sociopatía asistida”; “Las parejas que colocan en su vida hijos como el Municipio arbotantes en una colonia”.Narradores como Élmer Mendoza han señalado el carácter anfibio y polisémico de la prosa de Velázquez, una voz que asume profundidades y digresiones cuasinovelísticas en un género erróneamente considerado menor. Lo cierto es que desde Enrique Serna —otro redomado moralista— pocas veces se había visto un narrador con tanto poderío y con altísimas dosis de mala leche. Porque más allá de estar inserto en ese grupo de narradores que Álvaro Enrigue ha clasificado en torno al término de “realidad ampliada”, en Carlos Velázquez el humor es llaga supurante y florida máscara, carnaval de contradicciones y de caídas. Todos y cada uno de sus personajes son huérfanos enmascarados, cuidadas superficies que en su mismo afán de ocultarse revelan bizarras profundidades. Como la música que atraviesa de cabo a rabo la obra en forma de corriente subterránea. Narraciones que fluyen con una música de lucha como música de fondo, ese sordo ruido de los cuerpos al desencontrarse, del murmullo indómito de criaturas como crisálidas interrumpidas al filo del asfalto. Como todos los libros que transforman nuestra noción de los valores literarios y acerca de las posibilidades y los alcances de la escritura, la prosa de La marrana negra de la literatura rosa es un artefacto omnidireccional, un congal con cuartos infinitos. Farsas que —como la vida— devienen en tragedia y viceversa. Estamos ante un carnicero y un músico. Un entomólogo cruel y un filósofo.
Un Diógenes a pleno día, con su lámpara encendida, buscando a través de las calles envenenadas el palpitar último de la vida.


(reseña de Alejandro Pérez Cervantes tomada de la revista electrónica Replicante, diciembre 2011.)

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