jueves, 9 de diciembre de 2010

"EL SANTO OLOR DE LA PANADERÍA"

Tengo por costumbre oler los libros en cuanto los saco del celofán. Noté hace tiempo, con sorpresa, que algunos amigos hacen lo mismo; no sé de dónde les venga; mi costumbre viene de mi padre, impresor durante un tramo importante de su vida.


Me gusta el olor de la tinta; reconozco cuando una impresión es joven o lleva sus años y eso sí lo aprendí en la escuela, en el taller de la secundaria. Disfruto tocar el papel; lo tomo con ambos dedos y calculo mentalmente el peso (gramaje) sin proponérmelo; puedo descubrir si pasó por una Offset o si, caso ya muy raro ahora, viene de una prensa directa. Al ver las páginas puedo advertir si se trata de un trabajo realizado hace unas semanas o años atrás: las letras tienden a expandirse con el tiempo sobre las superficies (y más si son helvéticas, porque las times se mantienen discretas) y a veces advierto cuánta humedad había en el ambiente el día en que fueron pasmadas; esto último me viene del taller en el que pasé tres años y es asunto de impresores; en mi familia hubo y hay a pasto.

Aunque la historia del libro (un conjunto de 49 páginas o más, según la Unesco) se remonta al origen del hombre, me sorprende que el formato que conocemos hoy utiliza más o menos la tecnología de hace unos 500 años. Salvo algunas actualizaciones realizadas en la segunda mitad del siglo XX, seguimos los mismos procesos y mantenemos las mismas disecciones: Sobrecubiertas para los libros muy nice o de arte, la pasta, el lomo, las guardas que unen hojas y tapas, el lomo (que pueden ser muy elaborados: aquí impresor y encuadernador se pueden lucir), el cuerpo de la obra, etcétera; son herencia de tiempos del nacimiento de la imprenta.

En los últimos días estuve en dos ferias del libro: la de Oaxaca y la de Guadalajara. Me llené de un enorme gusto porque en ambas, guardando proporciones, pude ver ríos de familias hojeando libros, manoseándolos. Sólo los libreros podrían decir qué tanto vendieron, pero la presencia de tantas personas me alegró: algo me dice que si hubiera un esfuerzo real del Estado por acercar la cultura, más gente se acercaría a los libros. The New York Times cuenta en su edición del lunes pasado acerca de una feria en San Francisco, California, llamada Litquake, a la que asisten cada año miles de personas y principalmente los habitantes de las cuadras que forman el Distrito Mission. Y justo dice eso: que si los libros y sus autores llegan a la gente, esa gente los aprecia. El resto del año, cuando no hay feria en el Distrito Mission, los habitantes se acercan a las librerías de esas mismas calles porque les queda el gusto. Eso es educación. Y educar es una tarea que le corresponde principalmente al Estado.

Una broma extendida es que los periódicos sobreviven hasta las primeras horas de la mañana. Que ya para el mediodía sólo sirven para envolver pescado. Broma mañosa, mitad verdad y mitad mentira. Me gustan los diarios; sobreviven al tiempo aunque a veces pensemos que no, y sigo pensando que el mejor oficio del mundo es el de reportero. Reconozco que es un para jóvenes y tiene fecha de caducidad; la pirámide del éxito se estrecha pronto y los viejos poco o nada podemos hacer. Sin embargo, creo en el acto de abrir el periódico. Detrás de cada ejemplar hay un esfuerzo especializado de 24 horas de análisis que conduce a decisiones por página. Por eso románticamente apuesto que los diarios, no sé si en papel pero los diarios-diarios, tendrán vida eterna.

Cuando abro el celofán y desdoblo un periódico me descubro con un deseo casi carnal que sólo experimento frente a una mujer. Los olores, los colores, las texturas por descubrir. Mmmh. Me acerco a los impresos con los gestos de un dandy, con ganas de enamorarlos. Me gusta pensar, como Humberto Eco, en que no desaparecerán, que estarán aquí un tercer milenio; que como el fuego y la rueda, una vez inventados no pueden desaparecer. Tendré la razón si pienso que cuando muera, todo lo que está en este mundo morirá también. Entonces los impresos estarán hasta el fin de mis tiempos, nuestros tiempos. Me aferraré con una mano a mi pequeña biblioteca hasta el último día para sentirlos, para pensar que no han perdido un solo lector. Me aferraré a ellos con la derecha aunque en la izquierda apriete, con gesto de adicto, mi iPad y mi celular.


(Tuve un amigo oriundo de Querétaro, al que llamaré la Kikis Herrera que, al igual que tu servidor, identificaba un sitio al que llegaba por el olfato pues, me decía, de joven trabajó con un impresor y aprendió a degustar el olor de las tintas, como me pasaba en Torreón cuando entraba a un banco: era irrepetible el olor que emanaba el lugar, característico como el olor que emanaban los billetes de aquel entonces, me refiero a la década de los años sesenta. Posteriormente me percaté que los sanitarios de los cines tienen también un aroma característico, sea un lugar limpio o con poca agua y mucho sarro en los muebles para orinar y defecar. Si estás cerca de la cocina o en el comedor, si pasas junto a una panadería, pastelería o a tres pasos de donde está el zapatero, el lustrador de calzado o una cantina, adivinarás que están preparando huevos con tocino, que hay pan de dulce recién salido del horno o que el maestro utiliza en esos momentos tinta fuerte o que ya están las cervezas en el hielo, así sean las nueve o las once de la mañana, respectivamente. Por ese mismo motivo, el placer del olfato, te gusta hacer talacha en casa o en La Azotea, con cloro y pinol: hay una emanación a limpio y un magnetismo para atraer clientes o incautos. La nota se tomó del diario El Universal, mexicano, el autor: Alejandro Páez Varela.)

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