sábado, 15 de mayo de 2010

ADELA

Adela salió del trabajo a la hora de siempre, sólo que esa vez se le había reventado la hiel y se sentía más indispuesta que nunca: fiebre, dolor de espalda, vahído y otros malestares más acentuados que nunca. Como siempre, subió al camión urbano que la deja cerca de casa, en la parada de la esquina. El chofer, como siempre, con las cumbias y los amigos cholos, los tatuajes hasta en las verijas y la caguama.

Adela se abrazó, ya sentada, a su bolso de mano: "Señor, si hasta aquí llegué, te agradezco la oportunidad de morir tranquila. Sólo te pido una señal de que vas a recogerme y llevarme a tu santo reino", pidió ella para sus adentros. Cerró luego los ojos en espera de una respuesta callada o silenciosa, mientras en el envés de sus párpados se reproducía la cruz de neón cerca del espejo retrovisor del urbano.

De esa cruz se desprendió el rostro del nazareno, que a medida que se acercaba a Adela, cobraba cuerpo. Ella, sin abrir los ojos, contuvo el aliento por el vigor que irradiaba de esa presencia, el calor, el aliento. La imagen le tendió la mano y Adela se levantó sin soltar el bolso; ella se dejó abrazar, dócil como la criatura confiada que tiende los brazos al adulto que le ofrece cargarla.

Ella, Adela, me dice que el abrazo duró, acaso, unos diez minutos, que le bastaron para superar el malestar orgánico y espiritual que le provocó el trastorno que le empezó en la oficina, antes de checar la tarjeta de salida.

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