1.
Estamos a menos de dos horas del inicio del mes de agosto, es decir, a un paso de iniciar el sexto mes de encierro, de enclaustramiento, de un ayuno impuesto por la Pandemia; por un virus desconocido que ya empieza a vernos con familiaridad, como se ve a un pariente del que nunca habíamos tenido noticia de su existencia, alguien que vivió años lejos de la familia. En otro país. Un pariente que llegó lento como una amenaza anunciada, vislumbrada o presentida desde antes de la pasada Navidad. En un principio no le dimos importancia. Todavía en enero era posible tomar café en una terraza del centro, recorrer a pie el primer cuadro de la ciudad a donde los amigos tomarían un colectivo que los acercase a casa; o esperar en la esquina un taxi disponible; incluso atender recomendaciones de Martín de hacernos de un móvil nuevo para mantener comunicación con él o con Elías, su amigo.
2.
Pero expiró el primer mes del año bisiesto. Pronto dejaríamos de desplazarnos libremente por el centro histórico las primeras horas de la noche, preocupados acaso mínimamente por el paso de patrullas con las torretas de luces roja y azul que delatan prisa, peligro, persecución de alguien que ha infringido el orden. Nada se comparaba a la calma de abordar el colectivo que me dejaría al pie del puente a cruzar antes de llegar a casa, avisar "Ya vine" y que me responda el silencio de cada noche; un silencio familiar como el rabo del felino que nos roza la valenciana del pantalón en señal de Bienvenida, en señal de camaradería, como callada invitación para que le extiendas el plato de leche con migajas de pan o tortilla.
3.
Ese silencio, pronto, sería roto como un vaso de cristal que cae y se rompe en trizas que se esparcen en el piso; trizas que has de levantar con escoba y recogedor como quien limpia una culpa, un descuido imperdonable. Pero la culpa no se va: sabes que con la luz del día apreciarás esquirlas del cristal que fueron a impactarse en las franjas oscuras de la cocina; esquirlas que, en un descuido, pisará tu pie descalzo al día siguiente -o días después-; y el pie, el talón o dedo herido, sangrará, quizá profusamente antes de contener el flujo con un trozo de algodón, gasa o papel humedecido. Como las primeras luces del nuevo día, poco a poco fuiste apreciando las nubes que pronto se cernirían en tus días, noches y madrugadas. Pronto también andarías en tu barrio con media cara cubierta por un esparadrapo negro, azul, blanco, gris o cualquier otro color que, te dijeron, era el primer accesorio de protección de una Pandemia Desconocida que había llegado para estacionarse indefinidamente.
4.
Muy pronto los medios informativos te harían su presa, cogido del cogote intempestivamente como se coge al incauto que va confiado por los días sin percatarse del temporal en camino, rumbo a tu vida, a tus días y noches desnudos, como el cáncer que camina quedo sobre las baldosas del organismo ya invadido calladamente, ya gangrenado. Entonces apareció el miedo como el desenlace no vislumbrado, grande como una torre a punto del derrumbe, como los escombros que levantará al impactarse en tierra, y ni para donde hacerse, paralizado por la catástrofe inevitable. Fue cuando recurriste a los libros reunidos en décadas de vida, a las colecciones guardadas en cajas de cartón, en estantes de madera, en cajones de escritorio siempre a la vista, al alcance de la mano. Hojeaste algunos como se ojea un volumen encontrado en una tienda de libros usados, un libro que buscabas hace tiempo y del que ignorabas autor, editorial, año de edición; un cuaderno del que te fue familiar el índice porque te recordó tus itinerarios y bitácoras latentes. Tus sueños.
5.
Todo te resultaba desconocido. Los sueños que guardaba tu cama ya eran amenaza. Hubo noches que mudaste el descanso de cada día al sofá de la sala, aprendiste una posición angosta y con el menor movimiento posible entre sueños -como se mantiene orden del cuerpo inerte en el féretro-; encontraste que la sala era la cocina, el baño el jardín inhóspito, que la ropa suspensa en los ganchos sería ocupada por otros cuerpos, otras tallas, otros alientos. El cuarto de tiliches era en realidad un estudio empolvado, la armoniosa sucesión de un desmadre como el desorden que reina después que alguien entró en ausencia de ti y buscó, infructuosamente, joyas, manuscritos inéditos, cofres con alhajas heredadas, títulos nobiliarios inexistentes, abracadabras mágicos. Todo era en balde. Todo te resultaba familiar y a un tiempo insospechado. No supiste en qué momento bajaste la guardia.
Dogville, agosto 2020
Dogville, agosto 2020
Excelente
ResponderEliminar