sábado, 8 de diciembre de 2018

Rubén Reches (1949/2018 )

El teléfono de la casa paterna



a la memoria de mis padres
Jane Szichman y Samuel Moisés Reches


Acabo de cambiar el aparato telefónico.

En la casa de mi infancia,
adonde he vuelto a vivir con mujer e hijos.

Desconectado, entre tornillos y pedazos de cable,
el aparato viejo parece esperar en la mesa del comedor
a que se proceda con él a un baño ritual.

Y ahí se está, como resto de un antiguo naufragio
que ha vuelto a tierra firme y se ha puesto a secar:
pierde su envoltura de cosa de humano
en el breve rato que necesita cualquier objeto depositado por el mar
para secarse de siglos de errar sumergido.

Muy pronto me parece que podría vacilar en decir para qué sirve,
qué fue, si es algo que ya estaba en la casa o si lo acaban de traer,
cuando durante cuarenta años por él llegaban y salían voces
que tejieron la historia de un continente perdido en el que yo fui hijo,
y mis propios dedos pequeños giraban su disco para llamar a mis amigos de pantalón corto.

Muchas de las escenas centrales de la historia de mi primera familia
se constituyeron a su alrededor y al cabo de un rato se disgregaron,
¡en este caleidoscopio donde cada pedacito de papel es un ser humano!

Por él se anunciaron nacimientos de seres
que muy pronto iban a decidir exponer sus pechos a las balas de la tierra.
Por él un día mi madre oyó después de cincuenta años
la voz de su hermano soviético que acababa de llegar a Israel
mientras en otra pieza esperaban su turno de hablar tías y tíos.
-Al volver a la pieza cada uno debía transmitir con la mayor fidelidad
las pocas palabras dichas por el hermano mayor
que se había quedado en Moscú porque ya era un hombre y optaba por guerrear
mientras el padre rabino y la madre cuyo vientre había diez veces a luz
decidían emigrar con todos los hijos que pudieran-.
Por él nos felicitaban por casamientos,
-por el de mi hermano primero, por el mío después-.
En los días que precedieron al de mi hermano,
recuerdo las llamadas a la modista, a la confitería, a todo lo que se alquilaba.
Por él dije mis primeras palabras de amor.
Él ocultó el temblor, el enrojecimiento, el rostro demudado
y sólo dejó pasar las palabras casi puras.
Por él mi padre anunció la muerte de mi hermano
después de arrancar su tubo de las manos de mi madre
para abreviar un llamado que los sollozos de mamá rota para siempre
podían prolongar hasta la exasperación.
Por él llamé y me llamaron amigos para decirnos, sin disculpas ni preámbulos,
poemas recién terminados o un verso que acabábamos de modificar en algo,
en días en que no dudábamos, -¡y con cuánta razón entonces!-
de la incondicional disponibilidad del otro,
de que al otro ese poema anunciado o ese verso imperfecto
lo habían mantenido en vilo con tanta intensidad como a uno mismo.
Por él circularon conversaciones clandestinas
con sus circunlocuciones y sus claves.
Las de mi hermano comunista primero, y luego,
muchos años más tarde, las de yo mismo comunista.

Finalmente, de los cuatro, fui yo quien lo desconectó.

Aunque el balance final de sus días entre nosotros no fue bueno,
lo guardo con respeto junto a las herramientas en la oscuridad de un placard.

Al depositarlo, roza levemente un obstáculo y vuelve a sonar su campanilla.

No descubro razones para que yo quiera sacarlo alguna vez de donde está,
pero me digo que las manos que un día lo hagan
no tendrán motivo para actuar con extrema delicadeza
y la campanilla sonará de nuevo.

Porque él reserva gotas de sonido para cuando yo mismo ya no esté.



("otra iglesia es imposible")

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