domingo, 30 de julio de 2017

Uriel Martínez (1950 )


La prisionera

1.

Cuando despertó vio cerrada la bóveda. Con paciencia, esperará a que un pie o mano la abra y empiece a correr el agua a su cama, primero será fría, tibia, templada. Así cada mañana verá si es ella o él quien inicia sus abluciones. La tapa de la coladera le impide salir corriendo a la cocina.
2.
Cuando la bóveda queda franca, sale. Brinca la pantaleta mojada, el calcetín abandonado, sube al lavabo, pasa por encima del dentífrico abierto, olfatea la tapa y la cresta de pasta blanca o azul. Baja del mueble y va a la cocina; ahí recoge los restos de comida abandonados en los platos, las sartenes, los cubiertos. Actividades todas que realiza con los antenas desplegadas; alertas por si aparece el animal que la hostiga.
3.
Cuando pasan días sin que se corra la bóveda, recorre túneles hasta hallar otra puerta de salida. Hay otra bóveda que siempre halla franca. En su camino encuentra sondas para lavativas, jeringas, agujas desechables, paquetes de algodón esterilizado y bolsas para agua caliente; un tapete, chanclas, botes de astringosol y paquetes de prodolina y ketorolaco, etc. La primera vez que salió, simultáneamente alguien entró al mismo lugar. Estuvo a punto de morir aplastada por una suela de goma y dos gatos que entraron detrás del amo.
4.
Este espacio lo considera el último recurso para hallar comida. Además del olor a medicinas a veces percibe un olor a Baygón o algo parecido a compuestos químicos del campo -fungicidas y herbicidas-; es un sitio que prefiere evitar. Durante su última incursión encontró larvas, moscas y gusanos al ir en busca de comida a la cocina. Ya no estaban los gatos pintos que, de sólo verlos, le provocaban un rechazo enorme. Se fue por donde entró sin mirar atrás.

                                                                                                                                                                                Dogville, julio 2017

[Inédito]

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