martes, 1 de noviembre de 2016

Rodolfo Hinostroza (1941 )

Del infante difunto



La llamada de mi padre, alta como un penacho de plumas
y al tacto como la pringamosa de aquellos baños…

¿Recuerdas?
Las aguas ferrosas que calentaban tu cuerpo tenían

colores,
de serpiente plana, y la tierra se había descosido en sus
espacios,

y llevábamos nuestra infancia como un estandarte
sin sombras, entre paraísos de yeso, y ángeles larvados
y la tía apócrifa.

De ella digo, ¿qué digo?, que en sus ojos ardían

mis espadas de estaño y que se había fugado
cuando las hogueras carcomían la noche de San Juan.
Se me había advertido, se me había repetido:  «Octavio,

Octavio,
una gran ola salió del río cuando tú nacías. Nos salvamos
porque las campanas sonaron a muerto

y la familia había cavilado toda esa madrugada.

Trepamos a los cerros
y durante todo un día vimos morir al pueblo.

El Huascarán
nos miraba y entonces fue que sentimos esa blancura
imperdonable».
(Nosotros tres habíamos enterrado ceremoniosamente,
en un rincón del patio, bajo la gotera,

al canario muerto entre las trenzas de mi hermana.

Las campanas del ángelus nos doblaban las rodillas
y de la muerte sabíamos que era una bella palabra.

Sí,

porque mirábamos a los púlpitos de arcilla achacosa
en donde dormitaban ángeles bonachones, y nosotros sabíamos
llevar el domingo en los hombros, como una prenda nueva.)
No volverás a aquello, ni hallarás ese patio cuadrado
con una fecha dibujada en piedras negras. Los países se encogen
como esa tía abuela que olía a alcanfor,
y los hierros de las capitales inundan esos claros espacios
donde tu corazón anclaba, como un canto rodado.



No sentirás
los pasos de tu padre midiendo las estancias

donde los retratos negreaban, como párpados muertos.

No volverás
¿Recuerdas ahora?
¿Ahora recuerdas?:

«Júrame que no dirás a nadie

que esa lechecita que tienen los mayores

entra al estómago, y después dicen que nace el hijo.

Como a la Asunción, ¿te acuerdas de su barriga?

No lo digas a nadie».



Y nosotros espiábamos, porque en el pórtico de esa casa
que olía a jazmines, las hermanas Cárdenas besaban,
y se hacían besar por los soldados.
Entonces los sudores repentinos desleían las sábanas de lino,
y yo había creído en los cuentos de la india desdentada
que vendía yerbas contra el mal de ojos, y cuando vi
esa mano huesuda en el terrado, bajo ese cielo rojo,
ella rió y lloró, cubriéndome de besos.
¡Oh, los sueños, los sueños que tomaban la forma de cestos de mimbre
donde un Niño Dios nadaba entre dos aguas!

Yo no conocía el mar

y todo era sólido al tacto, como aquella familia
que se había procreado entre cerros y estrellas

en tiempos tan lejanos como la lengua que hablaban los sirvientes.

Pedro Granados me cargaba conmovido:

Sus más jóvenes hijos eran muertos en un aluvión de piedra y lodo

y yo había oído que en ciertos días perdía la memoria.



Oh, y la hermosa caligrafía de tu madre, y sus manos que dibujaban

catedrales de barro cocido, y los prohibidos baúles de cuero,

donde los libros se agitaban como peces asustados.
De qué se llora, di de qué se llora

cuando se tiene padres sólidos, y la saliva invade la boca,
y se ha recibido una vieja cuchara de plata,
y se pasea, a la luz de la luna, por un bosque de cedros
conteniendo las ganas de orinar. De qué se llora entonces
cuando en las tardes de yodo hemos prendido velas
a los Santos Patronos, cuando nada ha caído, salvo, tal vez,
el nido de ese pájaro en un charco. De qué se llora
cuando los días se cierran como un aro y El Mundo
es una palabra que salta y produce escozor en nuestras lenguas?
Recuerdas, exiliado por tu brutal sonambulismo, recuerdas
las alcantarillas de tu ciudad que nutrieron al río de oro,
¿Recuerdas el abrevadero, junto a la alameda de los muertos
marcada con enormes piedras blancas como el llanto de un dios,
donde se encontraban los talismanes y los palos torcidos
que inundaban de majestad tu frente?
(Seres, nombres de seres.

Deslumbramiento de monos habladores bajo el cielo feriado,
tambores de piel de chivo alejando cosas y cosas de bronce
hacia las capitales escarlata, mientras mi madre,

partícipe de mi sueño, aguardaba por unas bellas frutas que yo había visto
en el mercado, al fondo, junto a las ollas pintadas.)
De este destino diré hoy que lo vi crecer
como el arco de yeso de la casa, cuando mi sombra huía
como una llama muerta. Y del llanto que pendió
de los dedos monótonos, digo que puede ser ternísimo
cuando se tiene una espada de lata
y las estrellas llegan a abrevar sus distancias
en la mirada parda.
Porque yo recuerdo

que tuve todo eso, y que vi reposar a un burro blanco
en el sol de Enero y que oí comentar a los mayores
las noticias de cierta lejana guerra. Y el movimiento del caballo
y ese rey perezoso me retuvieron horas y horas
en el perfume de la media mañana
esperando la brillante jugada de mi padre.


("vallejo & co.")

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