miércoles, 22 de enero de 2014

Jorge Pimentel (1944 )


Rimbaud en polvos azules

a Charo Arroyo

Rimbaud apareció en Lima un 18 de julio de mil
            novecientos setenta  y dos.
Venía calle abajo con un sobretodo negro y un par de
             botines marrones.
se le vio por la Colmena repartiendo volantes de apoyo a
             la huelga
de los maestros y en una penosa marcha de los obreros
             trabajadores
de calzado El Diamante y Moraveco S.A., reapareciendo en
             la plazuela
San Francisco dándole de comer a las palomas y en un
             cafetín donde rociaba
migajas de pan en un café con leche mientras entre atónito
             y estupefacto
releía un diario de la tarde. Las personas que lo vieron
              aseguran que denotaba
cansancio y que fumaba como un condenado cigarrillo
              tras cigarrillo.

Pálido como una hermelinda, de contextura delgada, entre
              las manos portaba
un libro de tapa gruesa. Luego hizo un ademán con la
              mano pidiendo la  cuenta.
Pagó 13 soles y 50 centavos y luego partió y una
              muchacha al reconocerlo le tendió
la mano  y le ofreció posada y su cuerpo a lo que él
              respondió invadiéndola
de luces anaranjadas. Llovía. Y las pocas personas que en
               esos momentos
contemplaban la escena —serían unas 15, de 20 no pasan—
                reunidas bajo el toldo
de la chingana armaron un tremendo barullo llamándolo
                Arturo Arturo Rimbaud.
Y sus pasos fueron lentos mientras enrumbaba por el
                Jr. Leticia y la calle Caquetá
en el Rimac. Casi todos los que se encontraban reunidos
                coincidían en afirmar
que su aparición podría traer funestas consecuencias al
                sistema y al orden
establecido y que mejor era dar parte a la policía. Y la
                descripción que de él
dio un político coincidía con las que se dan para atrapar a
                 un maleante.

La del empleado del Ministerio de Educación fue que en su
                 abundante cabellera
pendía un turbante turco y una argolla de bronce aparecía
                 en una de sus orejas.
A lo que un joven estudiante de San Marcos prorrumpió
                  amenazadoramente aseverando
que todos ellos estaban siendo alienados y que más bien
                   había que cumplir
al pie de la letra la aseveración de Juan Nicolás Arturo
                   Rimbaud “Hay que cambiar
la vida” para lo cual había que destruir todo un sistema
                   inhumano injusto y atroz.
¡Linda manera de hacerse oír!, terció la voz de un anciano,
                   y un muchacho
de secundaria dijo: ¡Bueno tío, y la muchacha que fue
                   invadida de luces
anaranjadas extrajo un lápiz de labios de su cartera
                   corriendo hasta llegar
a un muro donde inscribió esta significativa palabra

                                             FIN
 
(texto tomado del sitio "alpialdelapalabra")

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