domingo, 27 de octubre de 2013

El placer de comprar basura

Sólo experimentamos una auténtica felicidad cuando gastamos inútilmente, algo que se debe a que siempre queremos estar seguros de la inutilidad de nuestro derroche, sentirnos lo más lejos posible del mundo serio en el que el aumento de recursos es la regla.” Eso decía en 1949 el novelista y ensayista francés Georges Bataille, en un artículo de título abarcador: “La felicidad, el erotismo y la literatura”. Para entonces, la industria cultural estaba lejos de ser la máquina ambiciosa y compulsiva en que se ha convertido hoy, y el afán de producir novedades estaba atado a otros ritmos. Luego vendría la avalancha de agentes de prensa, productores sabios y expertos en márketing. Pero justamente la ingente tarea de dotar el mercado de una irremediable sobredosis de oferta hace que esa industria carezca de una teoría para ofrece a sus consumidores reglas y modos de disfrutar de las ofertas o para guiarse en la multitud de productos que los convocan.
La sensación de cualquier consumidor cultural, al entrar en una disquería, una librería o algún lugar de grandes superficies, es que allí hay mucho más que lo que se puede disfrutar. El derroche ha dejado de pertenecer a la esfera privada –como imaginaba Bataille—para formar parte de la oferta cultural, algo que la digitalización terminó por consolidar.
Por ejemplo, en su versión en DVD, una película de culto de los años 70 como The Rocky Horror Picture Show, trae un CD adicional con escenas no incluidas. Lo mismo ocurre con un filme de gran éxito como La guerra de las galaxias, y el DVD de El rey Arturo se anuncia como aquel filme cuyo montaje quedó en manos del director (sin mejoras evidentes). Otro tanto ocurre con la música: toda reedición que se precie trae sus altérnate takes, que en la mayoría de los casos fueron descartes de los intérpretes. Incluso hay discos recientemente grabados que incluyen estos adicionales, anunciados como bonus track (algo que se recibe gratuitamente). La quintaescencia de este procedimiento fue Anthology, de The Beatles. Una suma de ensayos y errores como marco de la aparición de un par de inéditos. También el cuarteto de Liverpool protagonizó otro experimento digital: el Let it be naked, despojado de las orquestaciones de Phil Spector, más un CD adicional de material de ensayo.
Pero no todo ocurre favorecido por las nuevas tecnologías que permiten la inclusión de gran cantidad de información en formatos reducidos. Lo mismo sucede en el terreno editorial, donde nada de lo que haya salido de alguna pluma célebre queda inédito, y al final de muchas películas se incluyen las tomas fallidas (algo parodiado en el filme Bichos). También la televisión incluye sus fallidos – bloopers—como una forma de producir comicidad. Obviamente este fenómeno tiene que ver con exprimir las posibilidades de venta de cualquier celebridad, pero no deja de generar sus efectos.
Por lo pronto, estos productos destinados a un público masivo tienen la estructura de un objeto académico. Agregados, material descartado, el camino del ensayo y el error, hasta llegar a la instancia deseada. Todo esto forma parte de lo que reúne cualquier investigador para desentrañar su objeto de estudio. Hoy todo eso ya viene envasado, se pone a disposición tanto de entendidos como de profanos, el camino que llevó desde la intervención de Strawbery Fields a la versión definitiva incluida en el disco. Podemos seguir paso a paso al artista en la concreción de su idea. Cada canción, cada novela, cada toma se revela como un palimpsesto transparente en el que se pueden contemplar las capas de pintura. Cada una de las pinceladas.
Pero la diferencia de públicos marca modos alternativos de consumo. El estudioso dispone de una teoría (cierta o errónea) para encarar su material, al lego esos agregados suelen no decirle demasiado. Por otra parte, el iniciado no juzga: la versión definitiva es el horizonte, el punto de partida y el de llegada. Para el consumidor, la versión válida puede ser más de una.
El agregado, el desperdicio, resulta la mayor parte del tiempo opaco, porque lo que se pierde es la instancia de jerarquización. Los Beatles o Duke Ellington eran autoridades, por ser autores, que decidían sobre su propia obra. Eventualmente un antólogo –a quien Borges asimilaba a un autor—podía decidir qué era lo valioso y qué era lo circunstancial. Al no haber nadie a quien se considere con la legitimidad para poder establecer la frontera entre lo que debe permanecer y lo que está destinado al olvido, se tiende a anular la escala de valores. Todo tiene la misma importancia y por lo tanto pierde interés.
Es un extraño juego con sólo dos opciones: todo o nada. Porque esa pérdida de interés convive con el mensaje terrorista de que hay que tener disponible hasta la última nota que haya ejecutado John Lennon, la más mínima toma que haya registrado Francis Ford Coppola o los registros de presión arterial de Franz Kafka. Allí puede residir una verdad irrebatible, nueva luz sobre una obra que parecía cerrada y que sólo su consumo podía dotar de nuevos significados. Al entregarnos todo, o la fantasía de que hay un lugar que lo contiene todo –pequeños alephs prefabricados—lo que se cierra es la precariedad, la única condición que hace que valga la pena emprender la aventura del sentido.
El derroche ya no nos pertenece como placer, no nos provee esa alegría del momento en que creemos apartarnos del mundo inmediato. Ahora hay que usar toga para escuchar a los Beatles.
 
 
(1. Luego de que murió RB, su viuda "oficial" y su editor Jorge Herralde decidieron publicar obras "olvidadas" en la compu del autor de "Amuleto", pero todavía faltan sus cartas, sus conversaciones grabadas en la contestadora y sus apuntes escritos al margen de sus libros de cabecera y al margen del margen de sus cuadernos.
2. Luego de su fallecimiento, la mujer de RC decidió que su editor publicara los manuscritos originales del autor de "Catedral" porque sus fans se quedaron sedientos de su literatura encajonada bajo la etiqueta de "realismo sucio". Más tarde aparecerán los poemas inéditos que están olvidados en el rincón de alguna alacena.
3. Cuando falleció FK y se anunció la publicación de sus cartas, Felice y Milena y Brod pusieron el grito en el cielo: ninguno quería que el mundo conociera las entretelas amorosas del autor de "El castillo". Y así sucesivamente. Ensayo de Marcos Mayer, "La cultura nos vende incluso sus errores", en el sitio "revista ñ", Clarín, Buenos Aires.)

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