viernes, 26 de abril de 2013

La fuerza de Samuel Beckett

Vladimir y Estragón dicen no ser mendigos, pero lo parecen. Con sus bombines, también parecen payasos, y reconocen estar metidos en un circo. El circo de la vida. En un camino, junto a un árbol, esperan a un tal Godot, que no llega ni llegará.

Todo el mundo entendió que ese Godot era -God- Dios y que el texto de Samuel Beckett hablaba de su silencio, de su ausencia y, en consecuencia, de una vida inútil, absurda y desconcertante, al estar regida por una espera y una esperanza infundadas.

Esperando a Godot se estrenó, con división de opiniones, en 1953. Fue una revolución que todavía colea. Dinamitaba la estructura habitual de las obras de teatro, y su escritura parecía desdeñar las reglas del argumento y la trama, no había progresión en la acción, ni, mucho menos, nada que se asemejara al esquema de presentación, nudo y desenlace de un conflicto. Además, en el monólogo del esclavo Lucky, incluía onomatopeyas grotescas, repeticiones y palabras inventadas en un discurso sin sentido. Quien no en balde había sido secretario de James Joyce hablaba, precisamente, del sinsentido de vivir.

Beckett no estaba solo. Con Adamov, Ionesco, Arrabal y Mihura, entre otros, se abrió paso una corriente teatral que, aunando tragedia y comedia en dosis variables, respondía en la escena a la desolación provocada en Europa por la hecatombe de la Segunda Guerra Mundial y, en cierto modo, era correlativa a las propuestas filosóficas del existencialismo. Esa tendencia, curiosamente, convivió, en una pluralidad de puntos de vista, con un refuerzo en la intención redentora y de denuncia, basada en el realismo social, en la novela y en el cine europeos, mientras en Estados Unidos la escena también apostaba por el realismo y en Inglaterra velaban sus armas los jóvenes airados.

Alfredo Sanzol, en su semana de gloria, ha hecho una magnífica puesta en escena de Esperando a Godot en el Valle-Inclán, a partir de la histórica y primera -creo- traducción al castellano de la obra por Ana María Moix. Excelentes actores nos conmueven, nos divierten y nos implican en su patética tragedia, que entendemos es la nuestra. Si el mensaje -con perdón- de la obra de Beckett es claro y está vigente, ¿será herético sugerir que la pieza es hoy un traje con mangas y pantalones demasiado largos? Comprendemos pronto -tal vez porque ya lo conocemos- lo que se nos quiere decir y, como los personajes, estamos condenados a pasar el rato, a una espera sin objetivo, a una cierta reiteración metidos en un bucle, entretenidos por la genial prestación de los actores y, desde luego, por la captura de frases e ideas plenas, paradójicamente, de sentido.

Cuando se cumplen, aproximadamente, los dos tercios de la representación, Vladimir le dice a Estragón: "Esto cada vez tiene menos interés". Puede que tenga razón si es una autorreferencia de Beckett a la función, pero también es un aldabonazo referido a lo que la función quiere comunicar: la falta de interés de la vida, de la condición humana errática o sometida, de la sociedad y del tiempo.


(Parece ficción que esta obra clasificada como "teatro del absurdo" se haya montado en Torreón, Coahuila, en los años 60 con Rogelio Luévano y José Lombas en los protagónicos, con dirección de Alejandro Santiex. No sería sino muchos años después que viste, con Beatriz Sheridan, "Ah, los días felices!", prácticamente un monólgo fársico o de humor negro sobre la soledad de uno, bajo la dirección de Manuel Montoro. Nota de Manuel Hidalgo en el sitio "el cultural", donde exhibe la vigencia de Beckett.)



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