sábado, 27 de octubre de 2012

Cormac McCarthy (1933 )

La jaula del hojalatero


El hojalatero en su árbol mortuorio era un prodigio para los pájaros. Los buitres que llegaban de día a hurgar con sus picos ganchudos entre los botones y bolsillos como extravagantes animales domésticos pronto lo despojaron por igual de sus andrajos y de su carne. La madrágora brotó al pie del árbol como hace allí donde cae la simiente del ahorcado y en primavera una rama nueva le perforó el pecho y de ella surgió una flor de ojal perenne bajo un rictus amarillento. Aguantó las escasas nevadas invernales que cayeron sobre lo que quedaba de pelo en su cráneo reseco y si pasaron cazadores por allí no tuvieron oportunidad de verle meditabundo entre sus miembros desnudos. Hasta que el viento se cobró su portazgo en los huesos del hojalatero y las estaciones los hicieron caer poco a poco y sólo el costillar blanquecino y ya curtido quedó colgado  en el bosque solitario como una jaula de pájaros hecha de huesos.


(pasaje tomado de La oscuridad exterior, editorial Debate, Madrid, 2002. Traducción de Luis Murillo Fort.)


Fruta verde


La familia real tiene una sensibilidad única para calibrar las desgracias ajenas, una especie de sismógrafo que conecta directamente el corazón con el dolor del pueblo: debe de ser la sangre azul, otra hipótesis misteriosa que ningún científico ha demostrado todavía. Hace un par de días el príncipe Felipe le estrechó la mano a una mujer que en realidad le estaba pidiendo limosna; la mendiga tuvo suerte, si en vez de Felipe sale Urdangarín, le rebaña la mano. Y ayer mismo el rey, en una de esas opíparas comilonas en la que se desloma a trabajar, dijo que las medidas de Rajoy “ya están dando sus frutos”.
Lo dijo en la India, tierra de plantas exóticas y elefantes domésticos, casi al mismo tiempo en que un pobre hombre decidía ahorcarse en su librería del barrio de La Chana, en Granada, justo antes de que lo echaran como un perro a la calle. Un hombre de cincuenta y tres años acorralado por las letras, exprimido y desesperado, que no vio otra salida que la soga y que, con el bajo continuo y lúgubre de su balanceo, le dio al oportuno comentario real su auténtico significado. He ahí los primeros frutos de Rajoy, de Montoro, de De Guindos, de Merkel, de la política de austeridad y de las ayudas a los bancos. He ahí la gran cosecha otoñal que se avecina.
En 1939, en el Café Society de Nueva York, Billie Holliday, se atrevió a cantar Strange Fruit, la balada más escalofriante del jazz, una canción que habla de los extraños frutos que penden de ciertos árboles del sur, con sangre en las raíces y en las ramas, extraños frutos que no eran más que negros ahorcados. Siete décadas después, el rey de España interpreta la versión más cínica, austera y posmoderna de esta elegía al linchamiento, una versión sin música, sin acompañamiento, sin apenas estrofas, sin conciencia siquiera.
Siete décadas después la canción que compuso Abel Meeropol como testimonio y denuncia de la violencia racial, ha ido adquiriendo lecturas insospechadas: al fin y al cabo es lo que pasa con las grandes obras de arte, que el tiempo les sopla nueva vida. O quizá sean los pobres quienes también han empezado ya la metamorfosis: se les va oscureciendo la piel, van ingresando en otra raza, en otra casta, la de los deshechos de la Historia, los ceros a la izquierda, las cifras que nunca cuentan y nunca contaron. Para que la sincronía fuese perfecta, el hombre debería haberse ahorcado de un árbol y el rey tendría que haber brindado acompañado de un piano, pero rara vez la realidad se atreve a tanta simetría. Cerca no sonaba ningún blues. Esta vez Strange Fruit tenía un lejano eco de guitarras, de lágrimas roncas y de aliento gitano.


(editorial clonado del sitio Público, autor: David Torres.)

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