jueves, 26 de enero de 2012

Angelopoulos: "vivimos la dictadura de la uniformidad"

El cine “intelectual” y sofisticado de Theo Angelopoulos (Atenas, 1935), se ha prestado siempre a todo tipo de comentarios pomposos que han enmascarado la capacidad de emocionar y conmover de un cineasta mucho más accesible de lo que pretenden algunos de sus pretenciosos escuderos. Incorruptible poeta del cine, retratista de los males que han asolado a Europa el siglo pasado, maestro del plano fijo y creador de imágenes bellísimas, el ganador de una Palma de Oro en 1988 por La eternidad y un día es también famoso por su ego y sus malas pulgas. Para los anales de la historia, la cara de pasmo de Andy García cuando, al entregarle el Gran Premio del Jurado de Cannes por La mirada de Ulises, en 1995, el griego espetó: “Si esto es lo que vais a darme, no tengo nada que decir”, para marcharse inmediatamente del escenario sin disimular su decepción. Casi veinticinco años después, es el mismo Angelopulos el que se presenta en un hotel de Huesca cinco minutos antes de la cita y mira al periodista con los ojos muy abiertos y una expresión algo atemorizante, como diciendo “a la primera pregunta idiota, me levanto y me voy”.

Afortunadamente, Angelopoulos no coge el portante e, incluso, sonríe de vez en cuando. El director aún tiene pendiente de estreno en España su última película, The Dust of Time (El polvo del tiempo), presentada en el último Festival de Berlín con escaso entusiasmo por parte de la crítica. Se trata de la segunda parte de una trilogía iniciada con la conocida Eléni (2004) en la que el cineasta regresa a uno de sus asuntos favoritos, las desgracias que han asolado a su Grecia natal y la zona de los Balcanes, territorio casi mítico en el que ha ambientado la mayoría de sus películas. Más allá de leyendas y patinazos puntuales, Angelopoulos atesora una filmografía que abarca algunos de los mejores hitos del cine europeo de todos los tiempos. De la belleza crepuscular de La eternidad y un día a la lúcida reflexión sobre la caída del comunismo de La mirada de Ulises (1995), pasando por la fuerza metafórica de la contundente Los cazadores (1977), el cine de Angelopoulos se ha mantenido impermeable a modas y vendavales para convertir la cámara cinematográfica en un segundo ojo capaz de profundizar en la realidad y extraer lecciones de humanidad.

Buñuel, el mito

- No deja de ser curioso encontrarle en un Festival modesto como el de Huesca.
- Todos tenemos nuestros mitos y uno de los míos es Luis Buñuel. Ser acreedor de un premio que lleva su nombre es un gran honor. Cuando era joven y estudiaba cine en París vi todas sus películas. Para ganar dinero, por aquella época trabajaba en la Cinemateca y allí lo vi todo. También a los grandes maestros americanos y europeos, pero Buñuel fue siempre un cineasta especial.
- ¿Reconoce su influencia?
- No de una manera directa pero seguro que sí. La primera película suya que vi fue El ángel exterminador y mantengo un recuerdo muy vivo de aquella experiencia.
- La defensa de la dignidad humana es quizá el tema central de todo su cine...
- Estoy de acuerdo.
- ¿Y cree que ha logrado cambiar en algo el mundo con sus películas?
- Idealmente, el cine sí puede abrir nuevas perspectivas y mejorar el mundo. Nuestra obligación como cineastas es abrir puertas, luchar y avanzar. Pertenezco a una generación que creyó en la política, en el socialismo, pero desgraciadamente no cambiamos nada. Mis hijos hablan de eso, de una utopía desvanecida. De hecho, creo que somos responsables de que hayamos ido a peor.
- ¿Y confía en las nuevas generaciones?
- Cada generación significa un nuevo comienzo. Estoy seguro de que, por lo menos, se intentará. La historia es extraña. Avanza en espiral. Hay momentos álgidos y momentos bajos. Actualmente vivimos en un momento terrible, de un gran vacío. La juventud de hoy se enfrenta a un panorama sin horizontes y carece de un sistema de referencia. En diciembre del año pasado hubo manifestaciones de estudiantes por toda Grecia. No sabían qué querían, era la expresión de un descontento profundo, como si pidieran algo en lo que creer.
- De todos modos, vivimos en una época mucho más pacífica y próspera de la historia de Europa que en muchos momentos del siglo XX.
- Hay una cierta comodidad material que antes faltaba. Pero la pregunta no es si hay o no hay guerras sino si la gente está contenta. Y la respuesta es que no.

Televisión y uniformidad

- Le veo a usted muy pesimista, ¿cree que el cine atraviesa también un mal momento?
- Vivimos en una dictadura de la uniformidad, propiciada en parte por la omnipresencia de la televisión y sus formas narrativas. Mi cine es lento, sí, pero en realidad está mucho más cerca de la capacidad de comprensión de los seres humanos. Estoy seguro de que si a un tipo que jamás ha visto películas, que no está contaminado por el mundo moderno, le enseñamos una de mis películas la entenderá mejor que cualquiera de Hollywood porque está adecuada al verdadero ritmo de la naturaleza humana. Es una cuestión de tiempo y de timing.
- ¿Qué culpa tiene Hollywood en esa uniformidad?
- Los americanos han sido muy listos y han logrado imponer una determinada manera de contar las cosas, la consecuencia es que han contaminado de una forma profunda nuestra forma de mirar. Ahora el público, influido también por la televisión, insisto, pide eso. El resultado es una falta total de educación estética. Lo vemos todos los días. Hoy la mayoría de películas escamotean el diálogo con la obra fílmica. Sucede todo tan rápido que no hay tiempo de pensar conjuntamente, que es lo que debe procurar un filme.
- El tiempo es un elemento clave en su filmografía. Usted suele mezclar distintos momentos y épocas. ¿Nunca le ha preocupado que eso pueda confundir al espectador?
- Y yo qué quiere que le diga, supongo que sí, que puede confundir. Yo parto de la idea de Heidegger de que el tiempo somos nosotros, con todo lo que ello implica. En este sentido, pasado, presente y futuro son, en realidad, una misma cosa. Voy a contarle una historia. En una ocasión estaba en Japón y fui invitado a cenar a casa del gran cineasta Nagisa Oshima. Acababa de perder a su mujer, a la que estaba muy unido. Nos sentamos a la mesa y allí estaba, en una esquina, una foto de ella. Para mi sorpresa, puso un plato en frente de su imagen para que comiera. Después le pregunté por su último guión y me dijo que primero tenía que leerlo ella. Ahí tiene usted un caso de cómo el pasado y el presente suceden al mismo tiempo. Lo mismo pasa con el futuro, ¿qué es? Una respiración después. Ya está aquí.
- ¿De dónde surgen sus películas?
-Es un misterio. Hay siempre un período de espera, en el que la idea me viene a la cabeza y acaba por cristalizar o no. Se parece al amor. Cuando estás abierto llega, si estás cerrado no penetra. Ese período de espera también sirve para calibrar la importancia de esa inspiración. Si es realmente extraordinario permanece. Por lo demás, la inspiración puede venir de cualquier parte. Por ejemplo, cuando estaba preparando El paso suspendido de la cigöeña (1991) había una escena de una boda a la que le estuve dando muchas vueltas porque quería algo realmente original. De pronto, recordé una noticia que había leído veinte años atrás sobre una pequeña isla de Creta a la que era tan difícil acceder en invierno que a sus habitantes el cura les daba misa o los casaba subido a un monte de la isla de al lado. Yo quise rizar el rizo y puse a la mujer a un lado y al marido al otro. El resultado fue maravilloso.
- ¿Hasta qué punto considera sus filmes obras de un único autor o trabajos colectivos?
- Es evidente que una película es un trabajo colectivo, desde los actores hasta los eléctricos hay mucha gente que participa. Pero yo siempre he creído en el cine de autor y considero que mis películas son creaciones mías. Por supuesto que hay un músico, pero el que escoge esa música soy yo. Actualmente, esa noción de autoría está atravesando una crisis grave. Para los directores cada vez es más difícil mantener el control sobre su película, pero yo no conozco otra forma de trabajar.
- ¿Por qué en todas sus películas hay un personaje que no tiene nombre?
- Porque ese personaje me representa a mí.

¿Demasiado intelectual?

- Suele mezclar la cultura popular y la alta cultura.
- Lo importante es la sinceridad, da igual que sea una canción tradicional o un poema de Rilke. Uno siempre corre el riesgo de ser demasiado intelectual. De pequeño tuve dos grandes influencias. Por una parte, mi tío, que era un erudito; por la otra, mi abuela, que era analfabeta y una gran contadora de historias. En este sentido, la gente suele considerar que mi trabajo surge de una planificación muy estricta. Es cierto que trabajo al máximo cada plano, procuro hacer composiciones que remiten a un universo pictórico, sin embargo, hay un grado de improvisación mucho mayor de lo que se suele pensar.
- ¿Está atento a las novedades cinematográficas?
- No tengo tiempo. Hacer mis propias películas y mis nietos me roban todo mi tiempo.


(Entrevista de Juan Sardá, 19 junio 2009, en El Cultural, sección de El Mundo.)

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