miércoles, 14 de diciembre de 2011

Borges para exportación

Hace poco me invitaron a hablar de Borges en un programa de radio que recibía llamados de los oyentes; y promediando la hora de diálogo uno de ellos llamó para dictaminar: "Al fin y al cabo Borges es el escritor de ellos. Y punto".

Más allá de cuál fuera, exactamente, la definición de ese "ellos" (dado el contexto, presumo que sería política), la intervención me llevó a preguntarme: ¿por qué renunciaría alguien a la lectura de Borges y, más importante aún, qué se pierde quien se pierde a Borges? Borges es el gran maestro de la lengua española en el siglo XX, y uno de los más grandes de todos los tiempos, y lo que más se destaca en su lenguaje, más que su expresividad o su belleza, es su precisión y su potencia. Frases como "Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones" ("El sur"), "Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres" ("Tlön, Uq-bar, Orbis Tertius") y "Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche" ("Las ruinas circulares") se nos meten en el cuerpo (más que en la mente), y nos transforman para siempre.
Y no es su significado lo que está en juego, sino la minuciosa potencia de su lenguaje: cambiemos una sola palabra de la primera frase, por ejemplo, o pongamos las mismas palabras en otro orden, y la convertiremos en una vulgar receta de autoayuda.
Allen Ginsberg sostenía que algunas frases o poemas pueden modificar para siempre la estructura electroquímica de nuestro sistema nervioso; William Gibson, uno de los fundadores del cyberpunk , explica su propia expe- riencia de leer tempranamente a Borges como la de la instalación de un nuevo software en su cerebro.
Suponen, algunos, porque les resulta difícil, que Borges `desprecia a sus lectores’ (sí, lo he escuchado). Es cierto que Borges no parece ser de esos escritores que se preguntan, cuando escriben, qué quieren sus lectores (palabra, esta última, que suele ser un eufemismo para `mercado’).
Borges nos hace el más grande honor: no nos toma por infradotados, nos tiene confianza, nos supone capaces de convertirnos en mejores lectores: para ese que podemos llegar a ser, él escribe; y está en nosotros no defraudarlo.
Esta dificultad, por otra parte, depende en mucho de por dónde se empiece a leerlo: "El inmortal" es quizás su mejor cuento, pero nunca lo recomendaría como primer contacto ­lo mismo puede decirse de maravillas como "Tlön Uqbar, Orbis Tertius" o "Pierre Menard, autor del Quijote": no son cuentos por los que se empieza sino a los cuales se llega al cabo de un largo recorrido. Nadie, en cambio, podría argumentar que no lee a Borges porque le costó adentrarse en cuentos como "El fin", "El muerto" o "La intrusa".
Otro reparo que suele hacérsele es que es un autor `demasiado intelectual’, que nunca `salió de la biblioteca’, al que le falta `vida’, si se lo compara, por ejemplo, con Neruda (la comparación, vaya uno a saber por qué, se ha vuelto un clásico: quizá por el título de la autobiografía del segundo, Confieso que he vivido; mientras que la del primero podría haberse titulado Confieso que he leído).
Borges no enseña a vivir (ningún buen escritor lo hace, por suerte) pero enseña a leer; quizá no sea el mejor escritor del siglo XX, pero es sin duda su lector más inteligente y sensible. Mediante la escritura algunos hombres han logrado transmitirles a otros hombres, a lo largo de los siglos, lo poco que han logrado entender del mundo y de sí mismos y, más importante aun, lo mucho que les sigue y seguirá resultando incomprensible.
Gracias a los libros, no tenemos, en cada generación, que empezar prácticamente de cero.
Creer que alguien que dedica la mayor parte de su tiempo a leerlos sabe menos de la vida que alguien que anda por ella a los tumbos es tener un concepto algo limitado de la vida.
Borges no es sólo el mejor escritor argentino, sino el más argentino de los escritores. Quienes lo llamaban extranjerizante o europeo tienen una noción algo restrictiva y esencializante de lo nacional: aquello que debe ser purgado de "lo extranjero". Esa mezcla de lo indígena, lo español, lo criollo y de los aportes de la múltiple inmigración posterior, esa capacidad de pasar de un plumazo del gaucho a la Divina comedia, como si todo fuera nuestro (quizá nada lo sea) es lo que nos define y lo que Borges, mejor que nadie, supo poner en palabras.
La manera en que Borges lee la tradición "extranjera" es, además, profundamente argentina: más que extranjerizarnos a nosotros los argentiniza a ellos, fatalmente a veces. Me explico: es sabido que las culturas centrales nos leen, pero no les simpatiza que las leamos.
Si un académico estadounidense publica un libro sobre Borges, o sobre Perón para el caso, tanto él como nosotros consideramos una obligación traducirlo, publicarlo y leerlo. Ahora, imaginemos el caso paralelo de un argentino que escriba un libro sobre Melville o Lincoln: ¿cuántas editoriales, universidades y lectores estadounidenses se lanzarán sobre ellos con equivalente brío? Borges es la notable excepción a esta regla. Unico entre los escritores latinoamericanos, el hombre que alguna vez definió el mar como "la pampa de los ingleses" fue capaz de imponerles a los países centrales su lectura de los propios clásicos: ni los españoles pueden leer a Cervantes, ni los italianos a Dante, ni los ingleses a la antigua literatura anglosajona ignorando la manera en que las modificó para siempre este ratón de una perdida biblioteca sudamericana.
Siendo alumno en la universidad, le escuché a Beatriz Sarlo una frase que se me quedó grabada: "Decir que Victoria Ocampo es una escritora de la oligarquía es regalarle a la oligarquía argentina una escritora que no se merece".
Quienes creen que Borges es el escritor de "ellos" (sean quienes sean) no sólo se lo pierden: les están haciendo a "ellos" el mejor de los regalos posibles.


(¿Cuántos Jorge Luis Borges caben en mi mochila de viajero inmóvil; cuántos Borges hay en cada página del "Manual de zoología fantástica"; cuántos Borges juegan ajedrez en el destino de Argentina? Son preguntas que se plantea Carlos Gamerro, autor de esta nota sobre su coterráneo, en "Algunas razones para -no- leer a Borges", tomada de Revista Ñ.)

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