jueves, 3 de noviembre de 2011

Murakami y la belleza del desastre

1Q84 , la nueva novela de Haruki Murakami, tiene mil páginas y se publicó en tres tomos. Al autor le llevó tres años escribirla y es posible leer aproximadamente la mitad en un vuelo de once horas entre Nueva York y Honolulu. Murakami parece desanimado al escuchar la noticia –la relación de la escritura con el tiempo de lectura nunca resulta alentadora para un escritor–, pese a lo cual, si hay algo que constituye una prueba de la capacidad hipnótica de una novela, es que se lea durante todo un vuelo de larga distancia. Durante esas once horas, uno desaparece por completo en el mundo de Murakami.

Estamos en la suite presidencial del Hyatt, Waikiki, que domina una playa perfecta enmarcada por montañas. Murakami, que a los 62 años sigue pareciendo un skateboarder adolescente, divide su tiempo entre Hawaii, Japón y un tercer lugar que llama Allá. Ahí es donde desaparece todas las mañanas mientras escribe sus novelas, un lugar poblado por los personajes que han llegado a definir su estilo: enigmáticos, inexpresivos, rebosantes de grandes emociones reprimidas y presentados con una distancia que –algo que no es común en un novelista que vende millones– le ha valido una categoría de culto.
“No me pienso como un artista”, dice más de una vez el escritor durante la entrevista. Sólo soy un tipo que puede escribir. Sí.”
La sofisticación de Murakami aprovecha un pasado interesante al frente de un club de jazz a los veintitantos años así como su rutina igualmente interesante de Ironman. Como detalló hace poco en sus memorias De qué hablo cuando hablo de correr, Murakami se levanta casi siempre a las cuatro de la mañana, escribe hasta mediodía, pasa la tarde entrenándose para maratones y revolviendo negocios de discos viejos, y se va a dormir, con su esposa, a las nueve de la noche. Como régimen, es casi tan famoso como sus novelas y tiene el aire limpio y fanático de una corrección del caos de su segunda década de vida. También es el tipo de disciplina necesario para producir mil páginas complicadas en tres años. Para Murakami, que tiene la constitución de un toro, es una cuestión de fuerza. “Es algo físico. Si uno sigue escribiendo todos los días durante tres años, se fortalece. Por supuesto que también hay que ser fuerte en el plano mental, pero ante todo hay que tener fuerza física. Eso es muy importante.” Su hábito de repetición, ya se trate de un tic estilístico o de un efecto colateral de la traducción del japonés, hace que todo lo que Murakami dice suene infinitamente profundo. Ha escrito sobre la importancia metafórica de su costumbre de correr: completar una acción todos los días constituye una suerte de ejemplo kármico para su escritura. “Sí”, dice. “Necesito fuerza porque tengo que abrir la puerta.” Hace el gesto de abrir una puerta. “Todos los días voy a mi escritorio, me siento y prendo la computadora. En ese momento tengo que abrir la puerta. Es una puerta grande, pesada. Hay que entrar a la Otra Habitación. En términos metafóricos, claro. Y hay que volver a este lado de la habitación. Y hay que cerrar la puerta. Hace falta fuerza física, literalmente, para abrir y cerrar la puerta. Si pierdo esa fuerza, ya no podré escribir una novela. Podré escribir algunos cuentos, pero no una novela.” ¿Hay que superar algún elemento de miedo en esos actos de cada mañana? “Es sólo rutina”, dice, y se ríe. “Es bastante aburrido. Es rutina, pero la rutina es muy importante.” ¿Porque hay un caos interno? “Sí. Viajo a mi inconsciente. Tengo que entrar a ese caos. Pero el acto de ir y volver es una suerte de rutina. Hay que ser práctico. Cada vez que digo que si se quiere escribir una novela hay que ser práctico, la gente se aburre. Se siente decepcionada.” Una persona que se levanta tan temprano puede vivir casi dos vidas. Es una figura de Murakami: la vida dividida en dos, ya sea por un cambio drástico de circunstancias o en la brecha entre la vida interior y exterior de un yo dividido. En su nueva novela, la protagonista, Aomame –“Arvejas” en japonés– tiene un comienzo bastante realista atrapada en el tránsito en el interior de un taxi en una autopista de Tokio. Es 1984, un guiño a George Orwell. Para no llegar tarde, se baja del taxi y toma por una escalera de mantenimiento en desuso para llegar al nivel del suelo, donde se encuentra en un mundo paralelo que llama 1Q84 . Como buena parte de la ficción de Murakami, combina una narrativa realista atrapante con el tipo de surrealismo delirante –relojes que levitan, perros que explotan, una entidad llamada la “Gente Pequeña” que emerge por la boca de una cabra muerta– destinado a desconcertar al lector y llevarlo a preguntarse si no será todo una estupidez, duda que el autor incorpora a la novela. “La gente se ve inmersa en un lago de misteriosos interrogantes”, dice un editor en 1Q84 a su escritor estrella. “Es probable que los lectores tomen esa falta de explicación como un indicio de pereza del autor.” El escritor de ficción responde: “Si un autor lograra escribir una historia compuesta de forma en extremo interesante, que atrapara al lector hasta el final, ¿quién podría calificar a ese escritor de perezoso?” En el mes que pasó desde su publicación, se vendieron un millón de ejemplares de 1Q84 en Japón.
Los elementos del pasado de Murakami son misteriosos hasta para él. No puede decir por qué decidió ser escritor. Simplemente un día se le ocurrió de la nada, mientras miraba un partido de béisbol y sin haber tenido jamás ni la más mínima inclinación en ese sentido. Tenía veintitantos años y seguía con el bar de jazz, que bautizó Peter Cat, como su mascota. El año era 1978. Su período de rebelión más o menos había terminado. Había crecido en la década de 1960 como hijo único de un profesor universitario y un ama de casa. Al igual que el resto de su generación, rechazó el rumbo que se esperaba que tomara. Se casó en cuanto terminó la universidad y, en lugar de seguir estudiando, pidió dinero prestado para abrir el bar y deleitarse en su pasión por la música. A su alrededor, también sus amigos se rebelaban. Algunos se mataron, algo sobre lo que Murakami escribe a menudo. “Se fueron”, dice. “Era una época muy caótica, y todavía los extraño. Por eso a veces me parece muy raro haber llegado a los 62 años. Me siento como una especie de sobreviviente. Siempre que pienso en ellos siento que tengo que vivir y ser fuerte. No quiero desperdiciar años de mi vida. La vida debe ser el propósito más importante. Como sobreviví, tengo la obligación de dar. Por eso cuando escribo ficción cada tanto pienso en los muertos. Los amigos.” En retrospectiva, se da cuenta de qué precaria era su situación. Estaba muy endeudado, trabajaba muchas horas en el bar con su esposa y su futuro era incierto. “En 1968 o 1969, todo podía pasar. Era muy emocionante, pero al mismo tiempo era arriesgado. Lo que estaba en juego era mucho.” ¿Apostó con el bar? “¡El matrimonio fue mi apuesta! Tenía veinte o veintiún años. No sabía nada del mundo. Era estúpido. Inocente. Es una suerte de apuesta. Con mi vida. Pero sobreviví.” Su esposa, Yoko Takahashi, es su primera lectora. La novela producto de su decisión en el partido de béisbol se llamó Hear the Wind Sing y ganó un premio para nuevos escritores en Japón. Durante un tiempo siguió con el bar mientras escribía, y eso fue esencial para su avance, dice. Cuando se vendieron más de tres millones de ejemplares de su novela Tokio blues en Japón, Murakami no necesitó seguir con el bar, si bien en ocasiones vislumbra una existencia paralela en la que siguió en esa vida. No está seguro de que habría sido menos feliz. “¿Tengo una sensación de vidas alternativas? Mmm, sí. Todo me sigue pareciendo muy extraño. A veces me pregunto por qué ahora soy novelista.” Escribe de forma intuitiva, sin un plan. La última novela se le ocurrió mientras se encontraba en un embotellamiento de tránsito en Tokio. ¿Y si saliera de la autopista embotellada y bajara por la escalera de emergencia? ¿La vida cambiaría? “Ese es el punto de partida. Tengo una suerte de premonición de que va a ser un gran libro. Va a ser muy ambicioso. Eso es lo que sabía. Había escrito la novela Kafka en la orilla unos cinco o seis años antes y estaba esperando que apareciera el nuevo libro. Llegó. Sabía que iba a ser un gran proyecto. Es sólo un sentimiento.” Cómo una novela de la extensión de 1Q84 puede al mismo tiempo parecer elíptica es parte de la inteligencia de Murakami, si bien puede dejar al lector con una extraña sensación de insatisfacción. El autor puede justificar la artificialidad de la novela como comentario sobre la naturaleza de la artificialidad en sí, y el tono inexpresivo en ocasiones puede resultar exasperante. “Desde que vio dos lunas en el cielo y una crisálida del aire materializarse en la cama del sanatorio de su padre, nada sorprendía demasiado a Tengo.” Como en novelas anteriores, algunas de las escenas más tiernas se producen al margen de la trama principal. En Tokio blues, quizá su novela más convencional, se daba entre el protagonista y el padre agonizante de su novia. En 1Q84 , son las escenas entre Tengo, de quien Aomame está enamorada, y el padre moribundo de él, a quien le resultaba difícil querer. La mayor parte de los personajes de Murakami tuvo una infancia infeliz, lo que no es casual, dice. Nada grave le pasó en su niñez. Sin embargo, señala, “Sentía que en cierto modo se me maltrataba. Se debe a que mis padres esperaban que su hijo fuera de determinada manera, y yo no lo era.” Se ríe. “Esperaban que tuviera buenas calificaciones en la escuela, pero no era así. No me gustaba estudiar. Sólo quería hacer lo que tenía ganas de hacer. Esperaban que fuera a una buena escuela y consiguiera empleo en Mitsubishi. Pero no lo hice. Yo quería ser independiente. Por eso abrí un club de jazz y me casé cuando estaba en la universidad. No les gustó mucho.” ¿Entonces cómo encontró la seguridad necesaria para hacer lo que quería? “¿Seguridad? ¿En la adolescencia? Porque sabía lo que me gustaba. Me gustaba leer; me gustaba escuchar música; y me gustan los gatos. Esas tres cosas. Por más que era hijo único, podía ser feliz porque sabía qué me gustaba. Esas tres cosas no han cambiado desde mi infancia. Sigo sabiendo qué es lo que me gusta. Eso es seguridad. Si alguien no sabe qué le gusta, está perdido.” En Japón, donde Murakami es el intelectual más reconocido del país, se le pide opinión sobre prácticamente cualquier tema. No le gustan las apariciones públicas; es tímido y modesto, y participa en el debate nacional a través de sus libros. Luego del atentado de 1995 con gas sarín en el subterráneo de Tokio escribió Underground, una serie de ensayos periodísticos. Se siente obligado a representar a su país como novelista japonés y accede en el exterior a una publicidad que no permitiría en Japón. Por otra parte, si bien ha traducido muchos libros occidentales al japonés –como los de Raymond Carver–, traducir a otras lenguas es demasiado difícil, dice. Nunca traduciría sus propias novelas, y se limita a discutir alguna que otra palabra con sus traductores habituales.
Este año estaba en Honolulu cuando el terremoto y el tsunami azotaron Japón. Eso cambió el país, dice. “La gente perdió la confianza. Habíamos trabajado tanto desde el fin de la guerra... sesenta años. Cuanto más nos enriquecíamos, más contentos estábamos. Pero al final no conseguimos la felicidad a pesar de todo lo que trabajamos. Llegó el terremoto y mucha gente tuvo que ser evacuada; tuvo que abandonar su casa y su región. Es una tragedia. Estábamos orgullosos de nuestra tecnología, pero la planta de energía nuclear se convirtió en una pesadilla. Por eso la gente empezó a pensar que tenemos que hacer un drástico cambio de forma de vida. Pienso que es un momento decisivo en Japón.” Lo compara con el 11-S, que, dice, cambió el curso de la historia. Desde la perspectiva de un novelista es un “acontecimiento milagroso”, algo que no puede ser verdad. “Cuando veo los videos de los dos aviones que se estrellan en los edificios, me parece un milagro. No es políticamente correcto decir que es bello, pero debo decir que hay una suerte de belleza en eso. Es horrible, es una tragedia, a pesar de lo cual tiene algo de belleza. Parece demasiado perfecto. La verdad es que no puedo creer que haya pasado. A veces me pregunto si el mundo no sería muy diferente al actual si esos dos aviones no se hubieran estrellado en el edificio.” El cambio que experimentan los japoneses, dice Murakami, es en parte el reconocimiento que se produce al perder tanto y tener que cuestionarse qué es lo importante. Sus propias prioridades son simples, señala. Por ejemplo, no sabe cuánto dinero tiene. “Cuando se es más o menos rico, lo mejor que puede hacerse es no saber cuánto dinero se tiene. Lo mejor que se puede comprar con el dinero es libertad, tiempo. No sé cuánto gano por año. No tengo idea. No sé cuánto pago de impuestos. No quiero pensar en impuestos.” Hay una larga pausa.
“Tengo un contador y mi esposa se ocupa de eso. No me informan nada. Yo me limito a trabajar.” ¡Debe confiar mucho en su esposa! “Llevamos casados cuarenta años o algo así. Sigue siendo mi amiga. Conversamos, siempre conversamos. Me ayuda mucho. Me aconseja en relación con mis libros. Respeto su opinión. A veces discutimos. En ocasiones su opinión es muy dura. Puede serlo.” Tal vez lo necesita. “Eso creo. Si mi editor hiciera lo mismo, me enojaría.” Se encoge de hombros. “Puedo dejar a mi editor, pero no a mi esposa.” El padre murió hace dos años y la madre sigue con vida. Murakami espera que su éxito como novelista los haya alegrado, pero tiene sus dudas. También tiene sus consuelos. Es miembro de un club de corredores de Hawaii, del cual es el integrante mayor. Corre y escribe todos los días. La perseverancia lo es todo. “Me gusta leer libros. Me gusta escuchar música. Colecciono discos. Y gatos. Ahora no tengo ninguno, pero si salgo a caminar y veo un gato me pongo contento.”


(entrevista de Emma Brockes para The Guardian, tomada de Revista Ñ del diario Clarín. Traducción de Joaquín Ibarburu.)

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