lunes, 7 de febrero de 2011

JUAN CARLOS ONETTI, EL CRUEL

Dicen que nada le hacía más feliz que tener entre manos un whisky y una novela de crímenes que aún no hubiera leído. Junto a su cama, donde se pasó buena parte de sus últimos años, las novelas del género se amontonaban por decenas. Buscaba las buenas, como cualquiera, pero no le importaba leer todas las demás. "La mayoría de las que ve ahí son malas, pésimas, pero me las he leído todas", le confesaba a alguien que acudió a entrevistarlo en su domicilio madrileño en la década de los 80.

Él las llamaba novelas policiales. Nunca policiacas, o negras, como se suele por estos pagos. Persistía en esa palabra que remitía a su Río de la Plata, donde se había hecho escritor y donde, de Montevideo a Buenos Aires y de Buenos Aires a Montevideo, pasó una buena parte de su existencia. No se excusaba por su vicio, como lo calificaba ("no escribo para comunicarme, sino porque tengo el vicio de escribir, como también es mi vicio leer"), aunque tampoco se privó de invocar argumentos de autoridad para justificarlo. Como el del Premio Nobel Pablo Neruda, cuya viuda declaró en cierta ocasión que antes de irse de viaje siempre le pedía que le llenara una maleta de novelas policiacas. O el de André Gide, que reivindicaba a Georges Simenon como uno de los mejores escritores en francés del siglo XX.
Se llamaba, hora es de decirlo, Juan Carlos Onetti, nació en Montevideo en 1909 y murió en Madrid en 1994. Además de otras narraciones extraordinarias, es el autor de las novelas del llamado ciclo de Santa María, tres de las cuales, acaso las principales ('La vida breve', 'El astillero' y 'Juntacadáveres'), reúne RBA en una edición conjunta que vio la luz no hace mucho con prólogo del más reciente Nobel, Mario Vargas Llosa. Con su lectura, que para muchos es relectura, emerge la fundada sospecha de que nos encontramos ante uno de los máximos prosistas en castellano del siglo XX, de un novelista que rayó a la altura de los mejores de su época, quizá el más poderoso de todos los autores del llamado 'boom' latinoamericano, y a quien, la verdad, es difícil encontrarle alguna competencia a este lado del océano.
También leyendo estas novelas de Santa María nos tropezamos aquí y allá con múltiples huellas de la febril afición de su autor por la novela negra, cuyos resortes, espacios y arquetipos inspiran sin duda, bien que pasados por el filtro del pesimismo metafísico de Onetti, muchos de sus hallazgos. Y como botón de muestra, el perfil crepuscular de sus personajes: Larsen, alias 'Juntacadáveres', oscuro e infeliz buscavidas; el doctor Díaz Grey, venal, corrupto y tan mordaz consigo mismo como para autocalificarse de 'lavativero desteñido'; o la tarada Angélica Inés, la musa acorde a la atmósfera de derribo que envuelve el relato.
Leía a los peores, como se ha dicho, pero también a los mejores, y entre ellos, por tópico que resulte, citaba una y otra vez a Dashiell Hammett y a Raymond Chandler. Del primero heredó acaso en parte esa amargura seca y brutal que impregna todo su mundo y que ya se anuncia en el primero de sus textos, 'El pozo', publicado en 1939 (en una edición de 500 ejemplares, de los que sólo se vendieron 50): "Ésta es la noche, quien no pudo sentirla así no la conoce. Todo en la vida es mierda y aquí estamos, ciegos en la noche, atentos y sin comprender". De Chandler pudo tomar, entre otras cosas, la ironía demoledora, la escritura brillante e ingeniosa que asoma en pasajes como éste de 'El astillero': "Digan primero si les interesa o no. Así como está, tan inservible como estuvieron diciendo. Pidieron una perforadora, y ahí la tienen. No es una virgen, pero tampoco muerde".
Aparte de sus novelas (habría que añadir, dentro del mismo ciclo de Santa María, obras como 'Dejemos hablar al viento' y la última, y casi testamentaria, 'Cuando ya no importe'), Onetti reflejaría la atmósfera negra en sus ejemplares relatos breves. Como 'Bienvenido, Bob', escrito del tirón una noche en una pensión de la calle Corrientes de Buenos Aires, o como uno de los favoritos del que suscribe, 'El infierno tan temido', una historia emocionante y desgarradora a la vez en la que resuenan ecos del 'noir' más subterráneo, y donde la mujer adquiere ese sesgo fatídico, el poder de liquidar totalmente al varón, tan típico del género.
Onetti no escribió, en puridad, historias policiales. Apenas está la intriga, ni la promesa de descubrimiento alguno, en el motor de sus narraciones, sostenidas por la belleza de sus imágenes, la potencia de su lenguaje y la ferocidad de sus ideas. Pero las leyó, y no sólo en su cama. También en las páginas de sus relatos, breves o largos, que son, tal vez, el mejor homenaje que los autores de novelas de sabuesos pudieran imaginar.


(Hay en México pocos escritores que admiten haber 'soportado' la lectura del mundo sórdido del uruguayo Juan Carlos Onetti (1909-1994), acaso la novela "La mujer que quiso ser Dios", del veracruzano Luis Arturo Ramos, guarde cierto aliento onettiano y alguno de sus cuentos incluídos en "Los viejos asesinos", de ahí en más ninguno. Aunque Daniel Sada se confesaba detractor de Onetti por ese universo repelente y despiadado que retrata desde sus primeras historias, acaso fuesen sus juicios negativos un indicador de un tufo onettiano presente en su vida. Nota de Lorenzo Silva tomada de El Mundo.)

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