jueves, 27 de enero de 2011

EL MITO J.D. SALINGER

Cuando el 7 de mayo de 1951 subió a bordo del Queen Elizabeth, J. D. Salinger comenzó una huida hacia sí mismo que no haría más que aumentar hasta el día de su muerte. Aquella mañana partió hacia Inglaterra para resguardarse durante unas semanas del escrutinio público que sufriría en Nueva York con la aparición de El guardián entre el centeno, su primera novela. Como si supiera que llegaría a vender 60 millones de ejemplares de su obra de juventud. Ese gesto definió para siempre la inquietante personalidad del genial autor, marcado profundamente por sus años de combate en la II Guerra Mundial y autodescifrado al detalle en cada una de sus contadas obras. Especialmente en la que Holden Caulfield emprendía un viaje de tres días hacia la edad adulta por las calles de Nueva York y que le convirtió en profeta de millones de lectores pero, sobre todo, en el de sus propias peripecias. Justo un año después de su muerte, Kenneth Slawenski publica en España una biografía (Galaxia Gutenberg) que explora las huellas del camino entre la borrosa y recluida existencia de Salinger y los personajes que creó.


El primer párrafo de El guardián... ya era un aviso. "Si realmente les interesa lo que voy a contarles, probablemente lo primero que querrán saber es dónde nací y lo asquerosa que fue mi infancia y qué hacían mis padres antes de tenerme a mí y todas esas gilipolleces [...]. Pero si quieren saber la verdad, no tengo ganas de hablar de eso. Primero, porque me aburre, y segundo, porque a mis padres les darían dos ataques por cabeza si les dijera algo personal acerca de ellos". Esta declaración vio la luz en 1951, pero Jerome David Salinger, o Sonny, o Jerry, dependiendo de cuando tratase de acomodarse en el incómodo traje de su biografía, hacía algún tiempo que peleaba a muerte con la contradicción de buscar un sitio al que pertenecer y la demoledora certeza de que no existiera fuera de su obra.
Y como él anunciaba, quizá no sea ese tipo de datos autobiográficos lo que más interese. Qué demonios importa ya si tuvo una hermana, si nació en Nueva York en 1919, que se casara tres veces o que un día fuera animador en un crucero. Qué más dará ya si nunca estudió mecanografía o si pasó por una academia militar donde compuso la canción que todavía cantan los cadetes cuando se gradúan. El asunto es por qué decidió un día esconderse y sumergirse en un desprecio absoluto hacia un mundo que le adoraba.

La historia de Salinger es un relato de frustración ininterrumpida. Su primer noviazgo, el que mantuvo con Oona O'Neill, hija del dramaturgo Eugene O'Neill, sirvió para componer el germen melancólico de El guardián... a través del relato corto Slight rebellion off Madison (el primero de los nueve sobre la familia Caulfield y que tras cinco años de obsesión y ninguneos publicó The New Yorker). Narraba la cita con la frívola y atractiva Sally Hayes (vivo retrato de Oona), con la que consumía una tarde sobre la pista de hielo de Radio City, borracho y enumerando lo que más odiaba. Salinger, como su protagonista, nunca estuvo enamorado de aquella chica, pero la decepción pública al enterarse todos de que le dejaba por el legendario Charles Chaplin le cambió el humor.
Para Slawenski, lo que marca definitivamente la enfermiza zozobra que padeció fue su paso por la II Guerra Mundial enrolado en el 12º Regimiento de Infantería. Fue agente de contraespionaje y sargento del Estado Mayor, experiencia que incluyó el desembarco en Normandía y la entrada en el campo de concentración de Dachau: "Puedes vivir una vida entera", se lamentaba Salinger, "sin librarte del olor a la carne quemada". Pero mientras contemplaba las llamas del horror, en su zurrón militar se agitaban ya niñas con vestidos azul celeste, tiovivos o patos que se esfuman a ningún lado cuando se hielan los lagos de Central Park. Los primeros trazos de "la gran novela americana" que un día anunció que escribiría.

Cuando volvió, como muchos, no quiso hablar una palabra sobre lo sucedido. Pero en el enigmático final de El guardián... cabe la interpretación de ese silencio: "No cuenten nunca nada a nadie. Si lo hacen, empezarán a echar de menos a todo el mundo". Una manera de extender la dedicatoria a su madre a todos los soldados muertos. El hermano pequeño fallecido de Caulfield en la novela, ese que encarna el paraíso de pureza infantil que Holden lucha equivocadamente por "agarrar", se llama Allie en honor a los hombres del bando aliado.

A su vuelta (durante la guerra se casó con Sylvia Welter, una alemana con la que viviría solamente ocho meses de felicidad) afloró su mal carácter. Salinger se peleó con su mentor Whit Burnett, quien había publicado The Young Folks, su primer relato; se enemistó con medio gremio editorial, exigió que su foto no apareciera en la contracubierta de sus libros y acabó enfadado con sus mejores amigos (como su editor inglés James Hamilton). Al publicarse la novela, se pasó las horas deseando que desapareciese de las listas de los más vendidos.

Cumpliendo el sueño de Holden, compró 36 hectáreas en Cornish (New Hampshire) y limpió el bosque para tener más horas de sol. Pasó ahí el resto de su vida, primero relacionándose intermitentemente con los estudiantes de la zona y luego, traicionado por una joven que publicó una entrevista que iba a ser solo un trabajo escolar, encerrado con Claire, su nueva esposa y los dos hijos que tendría con ella. Holden había vuelto a profetizar sobre la vida de su creador: "No hay forma de dar con un sitio bonito y tranquilo porque no existe. Puedes creer que existe, pero una vez que llegas ahí, cuando no estás mirando, alguien se cuela y escribe 'que te jodan' delante de tus narices". Pero ya nunca se movió de ahí más que para sus escapadas a las oficinas de The New Yorker.

Ni siquiera Jackie Kennedy, que llamó una tarde a casa de los Salinger para invitarles a cenar a la Casa Blanca, logró sacarle de su refugio. Pese a la ilusión de su mujer y lo que significaba despreciar la invitación, él se negó. Aquel evento hubiera sido una celebración del ego que no permitía la doctrina budista zen que abrazaba con devoción. Compaginar la producción de arte y los beneficios que acarreaba ya era imposible, aunque fueran meros aplausos.

Salinger decidió que el arte y la espiritualidad van unidos. Vivió obsesionado con El evangelio según Sri Ramakrishna, aprendió el Vedanta y la meditación. Los relatos que escribió luego, los de la familia Glass, estuvieron empapados de un misticismo que muchos asociaron a una enajenación. Nunca más desde Nueve cuentos hizo ninguna publicidad, nota biográfica o fotografía del autor. En el texto que incluyó en la publicación de Franny y Zooey decía: "Mi opinión, un tanto subversiva, es que los sentimientos de anonimato y oscuridad del escritor son la segunda propiedad más valiosa que tiene a su cargo durante sus años de trabajo". A las dos únicas personas que respetaba eran el director de The New Yorker, William Shawn, y el juez del Tribunal Supremo y vecino, Learned Hand. Como Holden con sus dos hermanos, así de limitado tenía que ser el club que distinguía a los iluminados de los ignorantes.

Los años siguientes los pasó escribiendo en el búnker que construyó en el jardín de su casa y en 1965 publicó su último texto: Hapworth 16, 1924. Durante años se negó a que Spielberg, Elia Kazan o Billy Wilder llevasen El guardián al cine; su respuesta era: "Lo siento, a Holden no le gustaría". Y a causa de ese sentido de propiedad que albergó sobre sus personajes, se enzarzó en largos procesos legales que sentaron jurisprudencia sobre derechos de autor en EE UU, pero en los que fue consumiendo sus nervios. Las amenazas que recibió de desequilibrados y la interpretación que algunos tarados hicieron de su obra terminaron de alejarle del mundo. El 8 de diciembre de 1980, Mark David Chapman disparó a quemarropa cinco balas de punta hueca contra John Lennon. Después se sentó en el bordillo de la acera y se puso a leer El guardián entre el centeno. El asesino había seguido todos los pasos de Holden Caulfield. Incluso le había preguntado a un policía adónde iban los patos en invierno.

Pero si hay una cosa en su obra que choca frontalmente con su biografía, es una de las afirmaciones de Holden en El guardián: "Los libros que de verdad me vuelven loco son esos que cuando acabas de leerlos piensas que ojalá el autor fuera amigo tuyo y pudieras llamarle por teléfono cuando quisieras". Nada más lejos de lo que él permitió al mundo.


(La sociedad de consumo vive permanentemente ansiosa de crear sus propios mitos, los espejos que la reflejen como insatisfecha, ansiosa, sedienta y vacua. Acaso Salinger, a un año de su muerte, haya por fin evadido la permanente persecución de la que fue, o creyó, ser víctima, a tal grado que sigue prohibida la publicación en su país de origen de la "continuación" de El guardián entre el centeno (1951), que no pudo llevarse al cine. Se reproduce la nota de Daniel Verdú aparecida en El País Semanal.)

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