miércoles, 22 de diciembre de 2010

CARLA BRUNI AL OÍDO

Existen sociedades sin escritura, pero ninguna sin música. Es universal. Todos somos capaces de escuchar una canción, entenderla y disfrutarla. ¿Somos seres musicales?


No lo podemos remediar. Sin darnos cuenta, comienza a sonar una canción y el pie se nos va; canturreamos estribillos; esbozamos una sonrisa cuando oímos el tema con el que nos dimos el primer beso; si estamos tristes, nos ponemos una balada una y otra vez, y nos sumimos más en nuestra miseria. Y, en cambio, saltamos y bailamos a ritmos de melodías marchosas ante una buena noticia.
Decía Tolstoi que la música era la taquigrafía de las emociones y, al parecer, científicamente esa frase encierra mucha verdad, porque las notas son capaces de influir en nuestros sentimientos y estados de ánimo, y están enraizadas en nuestra consciencia individual. Además, es algo universal. Todas las culturas que habitan la Tierra tienen canciones. Y, de hecho, ese es uno de los grandes misterios de la música: puede que haya gente con más talento que otra, pero todos tenemos la capacidad de disfrutar de ella, incluso de tocar un instrumento o de cantar.

Porque, aunque no nos parezca a simple vista algo extraordinario, lo es. La música es una sucesión de señales acústicas que nuestros oídos recogen, envían al cerebro, donde se decodifican y se les da un sentido y un significado. ¡Todo eso pasa en fracciones de segundo! Y para ello, el cerebro tiene que involucrar a las emociones; son ellas las encargadas de convertir el sonido en algo inteligible. Y que todos seamos capaces de hacer eso de forma inconsciente quiere decir que poseemos, como especie, cierto instinto musical. Que somos, de hecho, seres intrínsecamente musicales.
Para el divulgador científico Philip Ball, editor de la prestigiosa revista 'Nature' durante más de 10 años y autor de 'El instinto musical. Escuchar, pensar y vivir la música' (Turner, 2010), “el cerebro posee de forma natural estructuras para la musicalidad y usa esas herramientas de forma consciente o no. La música no es algo que escojamos hacer, sino que está en nuestras funciones motoras, cognitivas y auditivas. No podríamos eliminarla de nuestras culturas sin cambiar nuestros cerebros”.
Y eso resulta curioso, evolutivamente hablando. Porque, a simple vista, la música parece sencillamente un acto de placer. Algo que nuestro cerebro hace sin otro objetivo que el disfrute. Pero eso es complicado de explicar desde la ciencia, puesto que, como afirma el neurocientífico Francisco Mora, autor, entre otros libros, de 'Cómo funciona el cerebro' (Alianza Ed, 2009), “no hay nada que haya codificado el cerebro humano que no tenga el valor supremo, verdaderamente sagrado, que es el de la supervivencia. El cerebro no enseña nada ni mantiene nada que no sea fundamentalmente para mantenerte vivo”. ¿Por qué la música tiene ese valor? La ciencia ha comenzado a buscar y a hallar posibles respuestas a esa pregunta. Según defiende Philip Ball en su último libro, “la música es, de hecho, lo que en buena medida nos hace humanos”. Sin ella, afirma, muy probablemente nos hubiéramos extinguido hace mucho, mucho tiempo.

Buscando patrones Para entender la relación entre neuronas y notas musicales, hay que pensar, en primer lugar, en cómo el cerebro aprende. Damos por sentado que al escuchar una melodía entendemos que eso es música; incluso la mayoría de nosotros somos capaces de decir si se trata de un tema de pop, rock o quizás salsa. Y eso, a pesar de que lo hacemos de forma inconsciente, se trata de un proceso mental complicado, que se basa en la búsqueda y detección de patrones complejos de sonidos, que el cerebro descifra usando las herramientas de que está dotado de forma natural para así darles significado.
Y eso no sólo ocurre con la música. Desde que nacemos, escaneamos el entorno continuamente recogiendo y almacenando información que asimilamos para hacernos mapas mentales de cómo los diferentes estímulos se relacionan unos con otros; así, aprendemos qué es lo más probable que suceda: si, pongamos por caso, vemos un avión meterse detrás de una nube, esperaremos que al poco aparezca por el otro lado; de no hacerlo, sabremos que algo va mal. Nos pasamos la vida buscando ese tipo de patrones de comportamiento en el entorno, de reglas sobre cómo funciona el mundo, que usamos para hacer predicciones y formarnos expectativas.

La música es una serie de patrones, de notas, de ritmos, de melodías, que el compositor combina e incluso manipula. “Eso es justamente lo que nos atrae y nos gusta –explica el divulgador británico Philip Ball–, porque hace que las emociones entren en juego. En cambio, con los sonidos del medio ambiente eso no ocurre, porque no hay patrones aunque nuestro cerebro se empecine en buscarlos. Por ejemplo, en ocasiones oímos un grifo gotear, de repente se hace un silencio, y entonces vuelve a empezar. Lo gracioso es que la mayoría de nosotros creemos oír un ritmo e incluso agruparemos los sonidos para formar una melodía, aunque, en realidad, no hay nada”.
Esa tendencia a buscar patrones es una estrategia evolutiva. El cerebro aprendió a hacer suposiciones acertadas, lo que ahorraba tiempo, algo esencial para sobrevivir. “Quizás tenían más posibilidades de no acabar en el estómago de algún depredador aquellos homínidos capaces de reconocer el rugido de un animal peligroso y huir y salvar el pellejo. Quizás por eso la música ejerza un efecto emocional”, señala Ball.

La fibra sensible Las emociones desempeñan un papel esencial en la cognición. Nos permiten comprender, aprender y dar sentido a las cosas. Y al parecer, las melodías usan atajos para colarse en la parte emocional de nuestro cerebro y allí desencadenar tristeza, miedo, enfado, alegría. “La música posee una capacidad para imitar a las emociones”, asegura Philip Ball. Cuando alguien está enfadado, normalmente habla rápido y alto; cuando está triste, lento y tranquilo; si en cambio le embarga la alegría, hablará a gran velocidad y a volumen medio; y esos indicadores acústicos de los discursos son comunes en todas las lenguas, y aunque alguien hable en chino, podemos identificar la emoción que hay detrás. Eso mismo ocurre con la música: las baladas melancólicas son lentas y tranquilas, tristes; y el punk, que expresa por lo general el enfado y la rabia de una generación, rápido y estruendoso. Si hay dudas, basta pensar en los Sex Pistols.

Que la música involucre a nuestras emociones tiene que ver, dice Ball, con la forma en que esta progresa, con los ritmos, los momentos álgidos, los in crescendos, los decrecendos. Cuando en una canción ocurre algo que no esperamos, nos genera una tensión; y cuando llega el acorde que sí esperábamos, nos produce alivio y satisfacción. Los músicos manipulan nuestras emociones de esta forma, con pequeñas violaciones de nuestras expectativas.
Curiosamente, a diferencia de la mayoría de tareas cognitivas, como el lenguaje o la memoria, que están localizadas en áreas del cerebro concretas, la música carece de un circuito mental propio. Al escuchar una canción, el cerebro entero se activa. Desde las regiones que regulan el movimiento hasta los centros de emociones primarias, o los que procesan la sintaxis y la gramática del lenguaje. De hecho, “ningún otro estímulo involucra todas las zonas de nuestro aparato mental como la música”, indica Ball. Además, pone en contacto el hemisferio derecho con el izquierdo, la lógica con la emoción. “Es gimnasia para la mente”, añade este divulgador.
Cuando oímos un tema, el oído envía la información al tronco encefálico y de ahí pasa al córtex auditivo. Desde ahí, es procesada por diferentes regiones que incluso realizan tareas que se solapan. En cuanto el córtex primario auditivo –ubicado en el lóbulo temporal, detrás de las orejas– recibe la señal musical, se activa el cerebro primitivo: los circuitos del tiempo tratan de captar el ritmo y el pulso; el tálamo rastrea la señal para ver si hay indicios de peligro que requieran una acción inmediata de respuesta; el tálamo se comunica con la amígdala, que produce una respuesta emocional. Por ejemplo, si se detectara peligro en la señal sonora, la amígdala desencadenaría miedo (de nuevo las emociones en marcha).

Una vez realizado este primer escaneado de la melodía, el cerebro comienza a diseccionar el sonido. El hipocampo busca recuerdos asociados; el área de Brocca, asociada al lenguaje, revisa los aspectos sintácticos de la música, las frases, las estrofas, los estribillos; y el córtex prefrontal genera expectativas; es así como intuimos cuándo va a llegar un cambio en la canción o va a subir.
Si además quien escucha una melodía es un músico, la cosa se complica, porque el córtex visual, encargado de leer la partitura, de mirar las órdenes del director de orquesta y a los otros músicos, se pone en marcha. El córtex sensitivo también se activa para poder sentir el instrumento en las manos.
Además, las funciones motoras también entran en juego para procesar el ritmo. Además, se ha visto que la música activa otros procesos que no tienen nada que ver con la cognición, como el sistema inmune: aumenta los niveles de proteínas que combaten las infecciones microbianas. Tanto al escuchar como al interpretar un tema, cuenta Philip Ball en su libro, se puede regular la producción corporal de hormonas, como el cortisol, que influencian el humor. De ahí que se use la música como un método eficaz en determinadas terapias.

En la evolución Se desconoce con certeza cuándo apareció aunque, a juzgar por los hallazgos de instrumentos primitivos, se sabe que es muy antigua, de al menos hace 44.000 años, que es el tiempo que tiene una flauta de dos orificios encontrada en Eslovenia en 1995. También en Alemania se han descubierto numerosas flautas de unos 40.000 años de antigüedad, lo que implica que nuestros ancestros ya habían integrado la música en su día a día.
Pero ¿para qué querrían aquellos primeros homínidos tocar instrumentos o incluso quizás cantar? Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución, fue el primero que se aventuró a elaborar una hipótesis. Para este biólogo, la música carecía de valor adaptativo y no tenía nada que ver con la selección natural, aunque apuntaba que podría estar relacionada con la selección sexual. Quizás aquellos individuos capaces de tocar un instrumento resultaban más atractivos para el grupo y tenían más oportunidades de reproducirse.
Aunque no hay ninguna estadística que indique que eso es así, un experimento llevado a cabo por una pareja de psicólogos americanos parece demostrar que la música sí tiene cierto peso sexual. Tras asistir a 11 conciertos de música clásica se percataron de que había un número significativamente más elevado de mujeres que de hombres en los asientos próximos a la orquesta, predominantemente masculina.

No obstante, aparte del componente sexual, las teorías más aceptadas sobre el origen de la música sugieren que hubo un tiempo, antes de que el lenguaje se desarrollara, en el que las vocalizaciones contenían una mezcla de información y de emociones. Nuestros ancestros se comunicaban mediante una especie de musico-lenguaje. Otras teorías apuntan a los beneficios que aporta a la comunidad: si pensamos en rituales, en celebraciones religiosas o militares, incluso deportivas, la música es una forma de establecer coherencia de comportamiento en las masas, algo que fue cobrando importancia a medida que las sociedades fueron creciendo y haciéndose más complejas. Los paleoantropólogos y los arqueólogos coinciden en que la transición de nuestros ancestros simios a humanos supuso la aparición del lenguaje, la lógica, la sociedad, al autoconciencia, y la música fue la base que ayudó a que esas características se desarrollaran. “
No sólo es que la música congregue a gente junta, sino que puede servir para controlar conductas o comportamientos negativos. En Bali, por ejemplo, los músicos y bailarines canalizan emociones socialmente negativas, como la rabia, a través de la música; las descargan en público, en lugar de darle dos mamporros al de al lado”, explica Philip Ball. Por eso, algunos expertos creen que se originó como una especie de pegamento social, para dar cohesión e identidad de grupo y unir a las personas.


(Tuve un amigo escritor que acostumbraba escribir mientras tenía de fondo cantos gregorianos, otro me dice que los acostumbra porque de niño fue monaguillo; pero si a mí me ponen este tipo de cantos a capella, no los soporto. Tengo también una amiga que no aguanta el olor a incienso. No sé si uno y otro rechazos obedezcan a una misma raíz, yo creo que no porque una cosa es el oído y otra el olfato, en todo caso quizá un otorrinolaringólogo tenga una respuesta lógica y con una raíz científica. Conozco también a Enrique que me ha pedido le ayude a encontrar música de los años 70, Bob Dylan, Roger Waters, The Doors, Beatles, Monkys, etcétera. Lo cierto es que cuando escucho la voz de Amália Rodrigues me pongo en forma y a tono con los fados, si la garganta que canta es Chavela Vargas, me pongo de modo y segrego saliva; no se diga si la que canta se llama Carla Bruni; si oigo a Elvira Ríos, me dan risa las letras por esa ambigüedad propia de un discurso anfibológico; si el disco que escucho son, por ejemplo, Miguel Bosé, Ricky Martin o Alex Syntek, agarro el modular y lo estrello contra la pared.
El ensayo "Música para las neuronas" es de Cristina Sáez y se duplicó de La Vanguardia, español.)

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