viernes, 31 de diciembre de 2010

BORGES, HACEDOR DEL INFINITO

Luego de leer la prosa de Borges todas las demás parecen grises. No lo son, pero ofrecen esa impresión junto al flujo enceguecedor de palabras procesado en la borgeana máquina generadora de asombros. Al combinar una inteligencia inaudita con un estilo por el estilo, la lógica se impone: sus libros son una constelación de aciertos, una marcha imparable de sorpresas fraguadas con la materia sutil de la palabra. Su libro más ocasional es de todos modos un paseo insólito, pues concilia los ya famosos enfoques inigualables con una forma de decir que es sólo una: ésa, la de Borges.


En mayo pasado compré y leí casi en un mismo acto Biblioteca personal, el tomito 9 de la colección que Alianza ha organizado con obras del ciego. No es la versión en rústica, sino en sobria y “enciclopédica” pasta dura. Tenía noticia de los prólogos que casi al final de su vida preparó Borges para una colección llamada precisamente Biblioteca personal. Todavía es posible hallar alguno que otro tomo en las librerías de viejo. Se trataba, como sabemos, de libros elegidos por Borges para configurar una hipotética biblioteca, la suya. La editorial que promovió esa idea quiso que cada libro alojara tres apartados: una presentación general y fija para todos los tomos (escrita por Borges), un prólogo (también escrito por Borges, obvio) y el libro elegido. No exagero si digo que cuando supimos de esa colección, algunos amigos nos disputamos los pocos ejemplares que llegaron a la comarca; de cien o no sé cuántos sólo pude rescatar unos cinco o seis.

Tampoco exagero si comento que muchas veces el libro era lo de menos; lo que uno quería tener, leer y conservar era el prólogo. Con ese antecedente hallé pues Biblioteca personal (Alianza, Madrid, 1998), la edición con los puros prólogos que Borges acuñó para su susodicha biblioteca personal. No hay que confundirlo con el libro Prólogos, con un prólogo de prólogos (Torres Agüero, Buenos Aires, 1974), aunque sustancialmente ambos libros respondan al mismo género, el género prólogo, si se puede decir así.

Son tan buenos esos “brindis de sobremesa” (como despectivamente definió Borges al arte de la prologación) que en verdad a uno le importa un chimichurri el libro prologado. Borges los escribía seguramente como quien hace panchos (pancho es el nombre que le dan al hot-dog en la Argentina), pero le quedaban tan bien que reunidos pudieron armar libros memorables. De hecho, tengo para mí que esa prosa desenfadada, rápida, casi pensada para el periodismo y no para la literatura, le quedaba mejor a Borges que aquella sobreelaborada y laberíntica. Eso no es cierto, claro, pero lo que quiero subrayar es el valor de los textos dictados por Borges a las carreras, de botepronto, con los telefonazos apremiantes de la editorial cuando ya tenía todo listo y sólo esperaba el nuevo prólogo.

Creo que nunca hice lecturas tan misceláneas en un año como en éste; por los centenarios y por otros muchos motivos, pasé por libros de todos los pelajes, aunque con algún énfasis en los revolucionarios. En la caótica lista no podía faltar el ciego, de quien despaché dos. Uno de ellos, el más placentero, fue el racimo de prólogos empaquetado en Biblioteca personal. No es un libro inencontrable en La Laguna, pues Alianza suele ser bien distribuida por acá. Vale buscarlo, pedir que lo traigan de donde sea, si es posible.

“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Ocurre entonces la emoción singular llamada belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la psicología ni la retórica”. ¿Y a qué autores prologan estas páginas con el fin de que descifremos sus símbolos? A decenas, lo mismo a Flaubert que a Stevenson, a Quevedo que a Poe. Entre los afortunados estuvieron Rulfo y Arreola. Del primero, señala: “Pedro Páramo es una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de la literatura”. Del segundo, esto: “La gran sombra de Kafka se proyecta sobre el más famoso de sus relatos, ‘El guardagujas’, pero en Arreola hay algo infantil y festivo ajeno a su maestro, que a veces es un poco mecánico”. No hay afirmación huera. Cada prólogo es breve y se deja leer como pieza independiente; todos son una chulada. (impresiones tomadas del blog 'ruta norte laguna' de Jaime Muñoz Vargas.
 
 
(Aquel 31 de diciembre, bajo los efectos del alcohol y dormido bajo frazadas luídas, soñó que Borges le traía la mañana siguiente una rosa simétrica a la encontrada en aquel estanque hechizado. Cuando tendió la mano para recibirla y ofrendarla al visitante ilustre, la mano temblorosa del autor de El oro de los tigres, le dijo prueba y dime lento el sabor de aquel atardecer en que perdí la vista.)

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