miércoles, 1 de diciembre de 2010

BORGES ERA GALO

1Puede que yo esté equivocado, pero me da la impresión de que a veces los argentinos no saben qué hacer con Borges. Si bien se mira, es natural: al fin y al cabo Borges es, según todos los indicios, el mayor escritor en español desde Cervantes (o desde Quevedo), y durante siglos los españoles no supimos qué hacer con Cervantes, ignorancia que aprovecharon los ingleses para fundar, siguiendo a Cervantes, la novela moderna, y de paso la más sólida tradición de la narrativa occidental. Dirán ustedes que Borges no pertenece en rigor a la literatura argentina, ni siquiera a la literatura escrita en español, sino a la literatura universal; es verdad, pero me temo que un escritor argentino respondería que eso es muy fácil decirlo cuando uno no es argentino y no padece el hecho de que Borges sea, como dice Damián Tabarovsky en Literatura de izquierda –uno de los más interesantes ensayos literarios escritos en español que he leído en los últimos tiempos–, “el gran fantasma de la literatura nacional”. O dicho de otro modo: Borges es a la literatura argentina lo que el padre de Hamlet a Hamlet. La anécdota es celebérrima; en 1963, cuando regresaba a Europa tras un exilio de 25 años en Buenos Aires, Witold Gombrowicz dio un único consejo a sus colegas argentinos: “Maten a Borges”. El consejo de Gombrowicz fue escuchado, porque a eso, a tratar de matar al padre o al fantasma del padre, parecieron consagrarse en los años siguientes muchos de los mejores escritores argentinos, desde Sábato y Cortázar –que tuvo que marcharse a París para librarse de Borges–, hasta Manuel Puig, Osvaldo Lamborghini, Fogwill y, en parte, César Aira, convertidos todos ellos, como dice asimismo Tabarovsky, en “máquinas de guerra antiborgeanas”. El fruto de esa guerra fue alguna vez estridente y efectista, casi siempre considerable y en ocasiones glorioso, pero solo como es glorioso un fracaso glorioso. Porque lo cierto es que ahora mismo, en la Argentina y fuera de la Argentina, en el español y fuera del español, Borges o el fantasma de Borges está más vivo que nunca.


2Pero en la Argentina –un país quizá demasiado pequeño para un escritor quizá demasiado grande– los escritores continúan intentando matar a Borges. El penúltimo que parece intentarlo es Pablo Kachadjian en El Aleph engordado (IAP, 2009). La operación que propone Kachadjian es ingeniosa; se trata de tomar el texto de El Aleph –ese cuento en que Borges cuenta la historia prodigiosa de un punto que contiene el universo– y de injertarle, mediante una delicadísima cirugía, frases del propio Kachadjian, de tal manera que, si el texto de Borges tiene aproximadamente 4.000 palabras, el texto de Kachadjian tiene más de 9.600. El resultado del experimento es a la vez brillante e inevitable: brillante porque el cuento de Kachadjian es y no es el de Borges, y porque hay momentos en que Kachadjian consigue el milagro de que, incluso quienes conocemos de memoria el cuento de Borges, lleguemos a dudar de qué es de quién; inevitable porque en definitiva el juego que propone Kachadjian es un juego borgeano, en el que Kachadjian se disfraza de un avatar de Pierre Menard, ese escritor francés inventado por Borges que en la primera mitad del siglo XX, copiando palabra por palabra un fragmento del Quijote, escribió un Quijote que es y no es el Quijote. En suma: lo que en principio parecía un intento de matar a Borges es en realidad un homenaje a Borges.

3 No es fácil matar a Borges. Ahora bien, ¿es necesario? Por supuesto que sí. El problema es que no basta con eso. “I maestri si mangiano in salsa piccante”, dice un personaje de Passolini en Ucellaci e ucellini. Y esa es la cuestión; no basta con matar a los maestros: hay que desplumarlos, quitarles la piel, abrirlos en canal, descuartizarlos, salpimentarlos, guisarlos a fuego lento y servirlos en salsa picante. Es un trabajo cruel y complejísimo, pero respetuoso: la gratitud con el maestro devorado es esencial; también es un trabajo discreto: solo los memos carentes por completo de ambición entienden el combate como un vocinglero “Quítate-tú-pa-que-me-ponga-yo”. Y hay que saborear bien. Y hay que digerir bien. Eso es lo que a mi juicio hay que hacer con los maestros: asimilarlos para que, tanto al menos como en ellos mismos, sobrevivan en nosotros, convertidos en carne de nuestra carne. Eso es lo que hizo Cervantes con sus maestros y eso es lo que los novelistas ingleses hicieron con Cervantes; eso es lo que hizo Borges con sus maestros y eso es lo que, seamos o no argentinos, hay que hacer con Borges. No digo que sea fácil, insisto: digo que es indispensable. Algunos, incluso en nuestra lengua –de García Márquez a Bolaño–, ya lo han hecho. Algunos, incluso en la Argentina, ya lo hicieron: el primero, Adolfo Bioy Casares. Borges no es un fantasma; es solo un banquete: no hay que dejar ni los huesos.


(Es cierto, los escritores argentinos luchan contra Borges como Don Quijote luchaba contra los molinos de viento, o como acaso sor Juana Inés de la Cruz batallaba cada noche contra los barrocos allende el mar,
o como los escritores de corte rural aún luchan contra los ecos que les heredó Juan Rulfo, o como los poetas de más o menos 50 años siguen contendiendo contra los Contemporáneos, Octavio Paz y Efraín Huerta, o como los escritores de los 70 y 80 en México se la siguen partiendo contra los herederos de éstos. Pero también es cierto que Argentina parió a Oliverio Girondo, Chile a Huidobro y Nicanor Parra -no sólo a la mamá de Neruda, Gabriela Mistral-, quizá sor Juana parió indirectamente a Cuesta y Owen, afines a los Contemporáneos, a González Martínez y a Ramón López Velarde. Quizá la lucha callada y anónima de Washington Cucurto sea contra las antípodas de Borges, los ya mencionados, pero este argentino nada tiene que pedirle a Bolaño...Ensayo de Javier Cercas, novelista, tomado del suplemento 'Domingo' del diario El País.)

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