viernes, 15 de octubre de 2010

LOS ZAPATITOS DE BARBIE

De un día para otro, después de mucho pensar, me empiné las 7 pastillas y prácticamente me senté a ver qué pasaba. Las más difíciles de tragar eran las de saquinavir y ritonavir, que son 12 por día, 6 cada doce horas y son tan gruesas y plastificadas que lo primero que se me vino a la mente es que me estaba comiendo una docena de pies de hule de una Barbie.

Sentí el pasón de inmediato. Caminé como en nubes y pensé cómo mi tratamiento podría sustituir las drogas de moda. Exageré. Después del adormecimiento similar al de la última chela antes de la peda, vinieron las náuseas y la diarrea continua. Y ahí empezó la verdadera historia.

Cada que me enjaretaba el coctel, sentía la necesidad inmediata de estar en el baño. Chorros y chorros de líquido. Ya me habían advertido de este tipo de efectos secundarios y comencé a mentalizarme acerca de lo normal que sería dicha situación durante un tiempo.

Además, ya el médico me había explicado que así como diarrea-diarrea no tenía, nomás estaba yo haciendo “suelto” (como los bebés), así que seguí tomándome religiosamente mi medicamento. En un principio, más con fe ciega que con verdadera convicción.

Los primeros días mis combinaciones eran fatales: desayunaba leche con cereal y jugo y papaya y resulta que la leche con cereal, el jugo y la papaya son laxantes. Lo sabía de antemano pero también resulta que no estaba yo acostumbrado a desayunar y que cuando lo hacía, mis alimentos no eran precisamente los más saludables, así que mis opciones se limitaban.

Para cuando inicié el tratamiento, ya me había quedado clara la recomendación de mostrarme incólume, sólo que esta vez intencional y públicamente. Si bien no adopté la postura de madre abnegada que va por la vida tragándose sus penas, simplemente me quedó claro que no podía ir por la vida haciendo patentes mis malestares íntimos y que poco (muy poco) aportaba a mi relación con los demás estar alardeando que llevaba por lo menos un mes sin cagar sólido.Después de todo, fuera de mis minutos en el baño, la vida seguía con lo suyo y yo con lo mío.

Mi relación con el baño se hizo más estrecha. De ser un espacio relegado en la casa, lo adopté como un aliado. Luego hubo que acostumbrarse a los ruidos y los olores. Incluso de reconocerlos y aceptarlos como efectos normales para el organismo, especialmente en las condiciones adversas a las que lo estaba sometiendo (una batalla campal de comprimidos tóxicos contra un virus rebosante en cantidad y calidad).
Debo reconocer que la parte más difícil era cuando alrededor de mi baño y yo había personas en espera. Y es que, como si el Manual de Carreño fuera lo mismo que El libro de las cochinadas de la doctora Julieta Fierro, ya estando en el excusado sin poder controlar lo que el intestino expulsa, uno se siente estúpidamente “poco decente” ( o escatológico) siendo olido o escuchado. ¡Cómo si la mismísima Reina Isabel no pasara de vez en vez por este proceso!

 La anormalidad de mi organismo no era lo que hacía, sino la regularidad con que lo hacía. Y adaptarse a este tipo de cambios radicales cuesta. Pero como en los mejores relatos motivacionales, no hay nada que la mente no pueda y en mi cabecita, cada que me lamentaba por estar imposibilitado de obrar sólido recordaba las palabras de mi médico que me advertía que el tratamiento tenía un costo físico, pero un beneficio inconmensurablemente mayor: preservar la vida.

Así que sin opciones. O mejor dicho, con la mejor opción de por medio, no me quedó más que apechugar. Y aprendí a reconocerme en el baño e inicié un nuevo proceso de conocimiento de mi cuerpo. Seguí trabajando mi autoestima, esta vez, aplicando la de: “trata de ser feliz con lo que tienes”. Incluidas las diarreas.

(Es poco usual encontrar los apuntes de un enfermo terminal sometido a bárbaras cantidades de medicamentos que acaso lo estén vaciando moral y emocionalmente, no sólo de líquidos; es también inusual comprometernos con alguien que no puede valerse por sí mismo como una criatura encontrada en un contenedor de basura, en un vagón del metro o entre las patas de dos "chemos" (inhaladores de thinner) que juegan fútbol con la cabeza de un decapitado o un feto (eso sucede en "De la calle", de Jesús González Dávila); pero es frecuente toparnos con los indiferentes ante cualesquiera de estos hechos. Por esto, se incluye la primera parte de un testimonio encontrado en el blog "emilianoeldiario".)

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