Pronto se cumplirán veinte años (2010) de la muerte de nuestro amigo Ricardo, que en una ocasión concibió el propósitio de enseñarte las leyes y la disciplina del ajedrez, pero no tuviste la paciencia necesaria para aprenderlo. Él fue de los contados amigos que te hablaron de la literatura de Witold Gombrowicz y su sentido del humor. En ese entonces Ricardo vivía en la colonia Juárez, creo que en un tercer piso y los terremotos recientes le habían dejado un saldo de muros fracturados. Recuerdas que corrió las puertas de los clósets para que apreciaras las grietas. Preguntaste si en la mañana o en la tarde pasaba el sol por las fisuras.
Por aquel entonces, 1985, andabas con el brete de abandonar la ciudad, por lo que no te tocó de cerca ser testigo de su enfermedad y deterioro físico, irreversible, que lo llevó a tomar medicinas "contra la muerte", que cuando no se conseguían en las farmacias privadas o del sector salud, se importaban de Cuba. Ni tampoco atestiguaste su pérdida gradual de la vista ni su vertiginosa disminución de salud y peso: me dice Fernando, mientras tomamos una infusión de yerbas en Merecumbé -para celebrar la llegada del primer frente frío de la temporada, incluso antes de la caída del otoño-, que Ricardo fue trasladado en la parte trasera de un VW de la ciudad de México al aeropuerto ("se fue haciendo chiquito", me describe), como se carga un santo de bulto ya bendecido: con respeto y cuidado pues fue su decisión esperar el desenlace en casa de sus padres, en el lejano Monterrey.
Al reflexionar ambos sobre la vida de Ricardo, antes de salir de casa al café, éste te mostró un álbum de fotos de amigos que ya felparon -te los señaló con el dedo, con vehemencia, algunos incluso desnudos-, coincidimos en que nuestro entrañable amigo nunca se privó de nada: esto es, se dio el lujo de tomar lo que la vida le puso al alcance de la vista y el placer. Fue un sibarita.
Fernando por su parte, te contó que llegó un momento en su vida que suspendió la elaboración de una lista de amigos que iban cayendo a raíz de la epidemia de sida, enfermedad que en aquel entonces era irreversible -ahora dicen los especialistas es "crónica". Así llegamos a evocar a Rolando, que se inició sexualmente en casa, con su hermano mayor, cuyo último contacto fue la noche previa a la boda de éste. Al correr del tiempo ambos murieron aún, como decía el sabio de mi pueblo, "en la flor de la edad." También de sida.
Un dato curricular: el sobrenombre con el que era conocido Ricardo, Lilia del Valle, surgió de una charla con Carlos Monsiváis, cuando los amigos le comentaron que aquel acababa de aterrizar del norte del país en la ciudad de México. El cronista, que de todo quería enterarse, preguntó sus datos generales. Le describen los rasgos físicos y el otro comenta: "Entonces es igualita a la actriz"; a partir de ahí se le queda el mote.
Esa tarde lluviosa, tarde en que cae sobre el país el primer frente frío de la temporada -previo incluso al equinoccio de otoño-, Fernando abre el álbum de sus amigos, algunos fotografiados con ropa y juntos, tú y él en la sala, después de preparar la comida, ven las fotos de Ricardo con el bigote tupido y negro, cruzado de brazos, con el trago, etcétera. Más adelante, ya en la calle y en dirección al Merecumbé, Fernando te confiesa haber hecho un pacto con su pareja sentimental: nunca utilizar el preservativo con sus compañeros ocasionales de alcoba.
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